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Sobre este relato
La mujer que vino del espacio es un largo cuento corto, casi una pequeña novela. Su título no es más que irónicamente trillado: el relato es, precisamente, sobre una mujer que llega del espacio exterior a un planeta de tipo terrestre, poblado por los descendientes de una antigua colonia humana. Sin medios de escape, lo único que le queda por hacer es adaptarse a una existencia distinta mientras espera ser rescatada. Los humanos con los que debe vivir son los nietos desheredados de una civilización tecnológica que se ha desmoronado hace mucho, y su existencia nómade transcurre en oasis separados por inmensas extensiones de desierto, como la existencia de la humanidad en su diáspora interestelar.
Ilustración de portada
La portada es de Marisa Licata.
La mujer que vino del espacio
Escape
La mujer emerge del sueño con un esfuerzo consciente de voluntad. Sus ojos, sin empleo desde hace años, no enfocan correctamente los objetos que la rodean, y las piernas no la sostienen con tanta firmeza como ella quisiera, pero en medio de la confusión sabe y recuerda, gracias a los símbolos implantados en su memoria, tres cosas importantes: uno, que ha sido despertada de manera automática a causa de una emergencia, utilizando el conjunto de drogas más agresivo reservado para estos casos; dos, que lo anterior significa que sus compañeros están muertos o incapacitados; tres, que, en consecuencia, debe seguir sin demora el camino (cuyas señales también le fueron grabadas —figurativamente— a fuego en el cerebro) que la llevará a su única posibilidad de escape.
Las luces y sonidos que la rodean refuerzan esa necesidad de urgencia, pero es humana, y no puede sino mirar a su alrededor en busca de otras personas. No hay nadie despierto entre los frizis. Un par de aplicadores epidérmicos tirados, unos parches de animación, bolsas, un implemento médico que no logra identificar, signos de una rápida evacuación. Se siente irracionalmente abandonada. Su frizi es el último y ella conoce el procedimiento. Si no vinieron por ella debe haber sido porque el tiempo se agotó. El tiempo debe estar corriendo.
Se toma de un pasamanos y se impulsa hacia la salida. Vuela grácilmente, llega hasta el infopanel al final del pasillo y lo presiona. Las alarmas cesan. Un reporte crípticamente resumido llena la pantalla. No precisa más que tres segundos para leerlo.
Un par de empujones más y llega hasta la cápsula. El aire ya huele mal, a ozono, o quizá sea su imaginación. Cierra la puerta tras de sí, se coloca en la posición y deja que los mecanismos automáticos hagan su trabajo otra vez.
La cápsula la rodea de calidez, suavidad, un blando abrazo: una madre fríamente calculadora que busca que su hija sobreviva. Ella está todavía muy aturdida para tales disquisiciones. No hace falta que se ponga a dormir otra vez, todavía. ¿Dónde está? La madre-cápsula le informa de todo lo que sabe en tono neutro, sedante, que no oculta —no puede ocultar— que la nave está perdida, que sus tripulantes han huido o muerto, que las posibilidades de escape y de rescate son —por separado y más aún juntas— muy pequeñas.
Hay dos buenas noticias que la cápsula puede darle: una, que el desastre se produjo relativamente cerca de un sistema estelar que cuenta con un planeta clasificado (provisionalmente) como habitable; dos, que en dicho planeta debería haber instalaciones de comunicación de larga distancia y suministros dejados allí por una misión robot del Milenio Cuatro.
La cápsula va, naturalmente, a la misma velocidad que la nave condenada que acaba de dejar, una velocidad que deberá reducir enseguida si desea caer en el pozo de gravedad de la estrella destino. Ni por un momento la mujer considera la posibilidad de pasar por encima del criterio de la cápsula e intentar proseguir viaje en la cápsula hasta el destino original; es demasiado lejos y la cápsula no cuenta con suficiente energía de reserva para mantenerla viva.
La desaceleración no será cosa de unos días, de manera que deberá volver a dormir de todas maneras, pero ahora sabe que puede esperar un poco antes de arrojarse de nuevo al interior de un sarcófago y dejar que una máquina la inunde de drogas. ¿Quiere esperar? Después de unas horas de estudiar la situación, rompe a llorar.
La cápsula no tiene ventanas. Le gustaría saber dónde está yendo, pero se consuela pensando que, de todas formas, no es mucho lo que podría ver a simple vista, y tampoco sabría donde orientar un telescopio. La cápsula le dice que se quede tranquila. Está monitoreando su ritmo respiratorio, ritmo cardíaco, tensión arterial y una docena de otras variables y concluye que no está todavía en condiciones de entrar al largo sueño de nuevo.
Ella le ha hecho retirar de la pantalla informativa las cuentas atrás que la cápsula decidió mostrar. Tres días, más o menos, para comenzar el frenado; maniobras de corrección, la última dentro de doscientos ocho días, para entrar en órbita de la estrella destino; más maniobras para establecer una órbita de transferencia durante cuarenta a cuarenta cinco días; ciento veinte días más para arribar al planeta destino, o al menos a una órbita en torno al mismo, ya que entonces habrá que juzgar si conviene aterrizar o no.
La cápsula no sabe decirle con certeza qué golpeó a la nave. La mala suerte, sin duda. Las rutas espaciales no se escogen a la ligera. Algo pequeño, algo relativamente invisible, debe haber golpeado la nave en un punto vulnerable. Las probabilidades eran remotísimas, pero no tiene sentido discutir contra la probabilidad de algo que ya ocurrió.
La mujer no ha llorado más en un día entero. Si no otra cosa, es adaptable. Como las rutas del espacio, los que surcan por ellas (aunque vayan dormidos) tampoco son elegidos a la ligera. Se resuelve a sobrevivir, en tanto dependa de ella. Es una lástima, piensa, que tan poco dependa de ella.
La mujer emerge del sueño lentamente y percibe una vibración, un murmullo sostenido. Quiere levantarse enseguida, pero no puede, y se da cuenta de que no se trata de las drogas.
Gravedad. Observa la pantalla informativa, pero no ve nada allí. La cápsula-madre le informa que hay problemas. No entiende todas las palabras; la vibración se incrementa. Se tiende de nuevo. No es gravedad, es mera aceleración, aunque Einstein sacudiría la venerable cabeza si la oyese hacer esa inexistente distinción. Está acelerando, o desacelerando, y algo no está bien. El lugar más seguro para ella es el mismo donde estaba hasta ahora.
La cápsula le informa que han llegado a destino pero se han presentado inconvenientes. La entrada atmosférica no ha sido como debía. Los datos sobre el planeta son antiguos, algo ha cambiado, los mecanismos automáticos no han podido compensar. Están bajando demasiado rápido.
Lo último que escucha es un aviso del módulo médico de la cápsula. Va a dormir de nuevo, para su protección no debe moverse, va a perder la consciencia, ahora.
En la arena
Despierta. Está rodeada de una oscuridad pegajosa y blanda, que se resiste al tacto. Le duele la cabeza y le cuesta un poco respirar. En el aire hay un dejo como de especies, como de sal, que se le pega al interior de las fosas nasales. También hay el olor tenso del ozono. La cápsula está rota. Hay una raya en la oscuridad, una grieta ínfima, pero tiene que girar la cabeza para enfocarla y le duele al hacerlo. No se resiste.
La cosa blanda se va deshaciendo. El olvido se va deshaciendo. Gravedad. Ahora sí, gravedad, tierra firme. No hay vibración. Un ruido leve afuera, porque hay un afuera y no sólo espacio vacío. El aire exterior está penetrando en la cápsula, cosa que sólo puede ocurrir si de hecho la cápsula está irremediablemente rota. La cosa blanda y pegajosa se escurre de a poco, cumplida su misión de protegerla del impacto.
A tientas busca los bordes del sarcófago y se incorpora. La puerta, ¿dónde está la puerta? La gravedad tira de sus piernas, es como un golpe tras las rodillas. La gravedad, el aire de afuera: debe ser el planeta que la cápsula prometió, quizá poco más que una roca grande, pero no: en el aire hay oxígeno, y el oxígeno es vida. Algo vive aquí y por lo tanto el planeta es uno entre miles. Una gran suerte.
La cápsula como madre no ha sido un mal símil. Se ha hecho trizas para salvarla. Y ella no es una hija pequeña e indefensa. Los ojos ya se le han adaptado a la oscuridad. El viento silba en la grieta, que deja pasar una rajita de luz insignificante, suficiente. Busca a la luz, rebusca entre los restos. El gabinete de emergencias. Agua. Un poco de comida, raciones nutritivas. Medicamentos: antibióticos, antivirales de amplio espectro, antipiréticos, antihistamínicos. Drogas para protegerse de la radiación (ese ozono en el aire…). Tabletas para purificar agua. Un mapa y un libro de códigos, impresos en superplástico, generado al vuelo en el momento de emprender el escape, por si las máquinas fallan. Todo lo que podía ser previsto ha sido previsto.
No puede sacar el traje espacial de su compartimiento. Se esfuerza por mover una viga, pero el dolor vuelve; le saltan las lágrimas y debe sentarse y esperar. Se conforma con una máscara filtradora y unos anteojos. Se coloca el conjunto de ropa de emergencia dispuesto al lado del sarcófago; tira de los hilos apropiados y el tejido se adapta a sus medidas. Un brazo está a medio desgarrar y la manga cuelga. Calzado: unas botas livianas, con buenas suelas por si tiene que caminar mucho, aunque inútiles si debe trepar.
Súbitamente aterrada, busca la puerta. No funciona la apertura automática. La manual está un poco trabada. El brazo le duele. Unos puntos rojos estallan detrás de sus ojos. Siente el sudor formarse y correr por su espalda. ¿Va a quedar encerrada aquí?
La escotilla hace clanc y un contorno, una línea de blancura intolerable, se dibuja en la oscuridad, como si del otro lado alguien hubiese usado una antorcha láser para cortarla.
Sol y arena. La mujer sale y cae de rodillas.
Hay un cielo azul oscuro sobre ella. Aquí y allá flotan unos sutilísimos velos blancos, como pañuelos deshilachados. Entrecerrando los ojos cree ver unos puntos negros que se mueven allá arriba, pero no puede saberlo. Se ha desvanecido, seguramente, y después ha despertado y rodado para ponerse de espaldas; hay arena sobre ella, la siente en su máscara y sobre su frente. Mueve la cabeza a un lado y otro. Sus vértebras protestan. No debería moverse, pero tampoco puede quedarse aquí, morirá de sed o algo peor.
Un sol pequeño y anaranjado brilla a su izquierda, cerca del zenit. A la derecha y un poco atrás, casi fuera del alcance de su cuello dolorido, hay un punto blanco brillante. Eso está bien, es como debe ser. La brújula, ¿estaba la brújula junto al mapa? Rueda otra vez sobre sí misma, sintiendo punzadas de dolor en el cuello, en la espalda, entre las costillas, y logra ponerse en cuatro patas. Se sacude la arena, hace un esfuerzo supremo, se pone de rodillas, mira a su alrededor. El gabinete de emergencias está justo fuera de la cápsula. Se estira y lo toma.
La brújula es una gran presunción, naturalmente, porque los polos magnéticos no necesariamente deben estar donde uno espera, pero al menos servirá para que no ande en círculos.
Se pone de pie. Parece que va a caer, pero las rodillas la sostienen y al cabo de unos segundos puede respirar normalmente. Hay arena en todas las direcciones, dunas inabarcables; el horizonte es curvo y cercano y se desgrana con el viento. Bajo el sol hace calor, pero el termómetro, dejado a la sombra, marca apenas trescientos kelvin, la temperatura de una primavera cálida en las latitudes templadas de la Vieja Tierra, o al menos eso decía el simulador de estaciones de la nave perdida. Setenta y tres kilopascales, diecisiete por ciento de oxígeno, no tan mal: no es extraño que le cueste un poco respirar. En el botiquín del gabinete de emergencia ha de haber algo para ayudarla a aclimatarse.
Con un par de instrumentos toma la altura del sol anaranjado sobre el horizonte, y anota la hora. Por si acaso toma también la altura del otro sol, el pequeño punto blanco.
La cápsula ha hecho todo lo posible para acercarla a la antena transmisora y para indicarle, una vez en tierra, su destino, pero con una entrada atmosférica tan catastróficamente mal calculada no se asombrará si descubre que ha caído a quinientos kilómetros del lugar. La mano le tiembla un poco al tomar el receptor de radio. Si el radiofaro omnidireccional de la antena funciona aún…
Bip, dice el receptor. Bip, repite, feliz. Bip. La mujer sonríe. La señal es fuerte. La antena no está al otro lado de la duna más próxima, pero tampoco al otro lado del mundo, ni siquiera a la décima parte de esa distancia.
Toma el gabinete, busca los botones adecuados, quita los seguros y lo transforma rápidamente en una mochila. Esta simple operación hace que le duela la cabeza. Se coloca la mochila al hombro. El dolor aumenta; casi cae de rodillas de nuevo. No puede respirar bien. Piensa en las píldoras del botiquín. Quiere quitarse la mochila, pero al hacerlo su cuello cruje. Grita de dolor. Hay, ahora sí, unos puntos negros en el cielo, ya no tan arriba, ya no meras ilusiones; bajan suavemente, trazando círculos en las corrientes de aire caliente que suben de la arena.
La mochila cae al suelo. La mujer se inclina para recogerla. La sangre baja como un torbellino hacia sus ojos. Algo cede, y la arena sube hacia su cara.
Dos hombres vienen por las dunas, montados en lo que parecen ser robots con cuatro patas y un largo cuello. Se cubren con unos amplios mantos o túnicas de color blanco, sucio de arena y polvo; las cabezas están veladas, salvo los ojos y la nariz, por una tela rojiza, enrollada flojamente en torno a sus mentones y cuellos. Quien los viera podría deducir, sólo por lo que se ve de ellos, que son parientes cercanos.
Cerca del mediodía las mujeres que estaban recolectando qoonz en los bordes del oasis vieron una luz y una estela de humo en el cielo del sur, bajando hacia poniente, y alertaron a los demás. En Tefawa casi todos ya habían oído el ruido. Hasta los niños saben que cuando algo luminoso cae con gran estruendo desde el cielo hay que ir en su busca, puesto que puede ser un puño de ángel, hecho del mismo hierro metálico con que trafican —con gran provecho para sí— las caravanas de la costa.
La recolección de los frutos del qoonz no es cosa para dejarla a medias. Las mujeres más jóvenes querían ir a ver, pero Sikti Bayye les ordenó firmemente que no se detuvieran y le dijo a su esposo que tomara una bestia de acero y se encargara del asunto.
—Parece que está viva, hijo —murmura el hombre mayor, observando con atención el rostro pálido, manchado de arena y ya enrojecido por el sol, de la mujer que cayó del cielo.
—¿No tendríamos que tener cuidado, papá? —dice el más joven.
—Tonterías. Es una mujer, ¿no lo ves?
—Puede ser una trampa.
—No voy a dejar a una mujer muriéndose aquí al sol, hijo, aunque resulte ser otra cosa después. Mira, parece que está despertando. Debe estar golpeada por dentro.
La mujer no parece estar muriendo de sed; sus labios están secos pero no cuarteados. El hombre mayor no sabe cómo ocurrieron las cosas, pero ve una escotilla abierta y huellas en la arena: si se trata de un engaño de los enemigos, es uno muy elaborado.
La mujer abre los ojos. Se sorprende apenas al ver dos rostros humanos observándola de cerca, pero sus fuerzas no alcanzan siquiera a mostrar ese asombro. Esto no estaba previsto, pero lo acepta con alegría. Trata de sonreír.
Los hombres se quitan el velo de las caras; son muy parecidos, ojos de un negro profundo, uno con arrugas en torno a ellos, el otro con la piel tersa de un muchacho. Las narices son anchas y aplastadas, los labios finos. Hablan entre ellos y tratan de decirle algo, pero el idioma es incomprensible.
Cierra los ojos de nuevo, cansada, y teme por un momento no volver a despertar. Los hombres ya no la miran; están haciendo algo en los flancos de sus bestias de acero. En pocos minutos los dos robots están unidos por barras de metal, una a la altura de las patas delanteras y otra a la de las traseras; en medio hay una especie de hamaca de tela. Toman a la mujer, que parece estar delirando de fiebre, y la llevan hasta la hamaca, mientras las bestias permanecen arrodilladas. Montan y dan la orden. Las bestias se levantan al unísono.
La vuelta en dupla es mucho más lenta que la ida. Está cayendo la tarde cuando llegan a Tefawa.
Tefawa
Ha pasado un rato desde que abrió los ojos, pero hasta ahora sólo ha encontrado fuerzas para beber agua. No le han dado de comer y tiene hambre, pero no ve cerca el gabinete de emergencia con las raciones.
Está dentro de una tienda de campaña, según parece, o en cualquier caso en un pabellón con paredes de tela. Está confortablemente fresco. Se escuchan voces cerca y lejos, los ruidos de seres humanos en una comunidad pequeña.
Se da cuenta de que están intentando comunicarse con ella y trata de prestar atención. Además del hombre que la trajo y de su hijo, que está silencioso, aparte, más atrás, hay una mujer, una mujer ya pasada su juventud, la cara cubierta de finas arrugas, pero bella aún, con cabellos largos atados en una larga cola que cae sobre su hombro izquierdo. Le hablan, despacio y casi como si se turnaran.
A la mujer que vino en la cápsula le parece que están diciéndole sus nombres y preguntándole a ella el suyo.
—Me llamo Zari. Zari Chevdaran. Zari —dice.
—Zari —repite la mujer del cabello largo. ¡Qué largo y lustroso es su cabello! El de Zari es corto y crespo y debe estar muy sucio, piensa.
—Zari —dice el hombre—. Qué bello nombre, ¿no crees? Zari, mi nombre es Naadu.
—Nadu —dice Zari.
—Naadu —dice el hombre, estirando la a exageradamente, como quien le habla a un niño que no comprende.
—Y mi nombre es Sikti. Sikti —dice la mujer del cabello largo.
—Naadu y Sikti —dice Zari. Son nombres sencillos, afortunadamente, y no los pronuncia muy mal para una extranjera.
Naadu trae de un brazo a su hijo y lo señala.
—Éste es Irqay. Irqay. Mi hijo mayor.
Zari trata de pronunciar la q, que es una oclusiva uvular, pero no lo logra. La garganta le duele un poco.
—Ya, descansa un poco más —dice Sikti, y Zari la comprende sin comprender las palabras, y aprecia la dulzura ronca de la voz, la amabilidad incontenible y discreta de la mujer, aunque observa que Sikti no hace gesto alguno de posar una mano sobre la suya, o sobre sus hombros, ni en ninguna otra parte de su cuerpo. Nadie la ha tocado desde que la trajeron y la dejaron allí, en una litera.
Cierra los ojos y se desliza a un sopor que misericordiosamente anula sus dolores.
No ha dormido mucho. Hay un poco de sol afuera, puede verlo a través de la trama. Tiene hambre. Tiene el cuerpo entumecido, anquilosado, y no puede moverse para buscar sus raciones.
Sikti la ve y se acerca. ¿Será verdaderamente una mujer, esta mujer? Sólo en las leyendas vienen personas desde el espacio, pero las leyendas, si son ciertas, hablan de decenas de miles de años atrás, y no hablan de mujeres solas, sino de muchas personas, de familias que vienen del espacio a poblar el mundo, como cuando una familia se muda con sus cosas a poblar un nuevo oasis. Ni un hombre ni una mujer van por sí mismos a través del desierto a poblar un oasis. Y el espacio es un desierto sin arena. Así lo describe Ḍubaaq, el padre de Sikti, que es decidor de leyendas: un desierto sin arena, donde en vez de dunas hay nubes, el cielo está tanto arriba como abajo y las personas caen todo el tiempo sin moverse de su lugar. No es lugar para una mujer sola.
Quizá haya sido un accidente, como Naadu se lo describió. Los viajeros se pierden en el desierto y a veces llegan por casualidad a un oasis. ¿Se perdió esta mujer, esta Zari, y llegó al mundo de arena por azar o por algún instinto? Es tan poco probable como salir al desierto sin rumbo y acabar en un oasis: así de grande es el espacio, así de pequeño es el mundo, dice Ḍubaaq, mostrándoles a sus escuchadores cómo cae un grano de arena en un cuenco de dos brazos de diámetro.
La mujer extranjera debe tener hambre. Sikti supone que ha traído comida con ella. La caja donde están sus cosas está a un lado de la litera. Se la da; Zari la abre y saca unos paquetes que crujen. Los rompe con las manos. Dentro hay unos como turrones o bloques de pasta, que mastica y traga con fruición. Hay una gran cantidad de ellos en la caja.
—No voy a darte aún de mi comida, extranjera —dice Sikti—. Espero que lo comprendas. No estamos todavía seguros.
Zari no entiende, pero agradece con una sonrisa.
Una mujer más joven viene más tarde a ver a Zari. La extranjera no puede dormir. Sikti discute con la otra mujer. Los gestos, las entonaciones, son las de un debate acalorado pero aún amistoso, o por lo menos eso le parece a Zari. Finalmente la mujer más joven se acerca, pasa un brazo por los hombros de Zari, una mano debajo de una axila, y la ayuda a incorporarse. No le dice nada. Es fuerte. Hace que Zari ponga los pies en el piso, pero Zari tiene miedo de hacer más.
La mujer llama a Sikti con un gesto impaciente y por unos momentos vuelven a discutir.
—O me ayudas o le dices a tu esposo que la vuelva a dejar donde la encontró. Lo hubieras pensado antes de recibirla en tu casa, Sikti.
Sikti frunce el ceño, murmura algo para sí y se toca el pecho con un puño cerrado. Junto con la otra mujer ponen a Zari de pie sobre unas piernas inseguras.
—No tiene nada roto y tiene mejor color —dice Sikti—, pero de todas formas Guffa vendrá mañana a verla.
—Vamos para afuera, mujer, vamos —dice la otra.
Zari siente que las fuerzas le vuelven, aunque el cuerpo sigue doliéndole sordamente, aquí y allá, con ocasionales llamaradas de dolor más fuerte. La sacan de la tienda y por un momento sus ojos no saben qué hacer con lo que ve. Cuando todo entra en foco, ve que se encuentra en un gran campamento o pueblo de tiendas, dispuestas en claro orden. Es noche cerrada; en el interior de las tiendas se ven pequeños fuegos, sombras, sonidos de risas, charla amortiguada. Hace un poco de frío.
Sobre ella brillan una multitud de estrellas; cerca del horizonte, al final de la calle por donde la conducen, hay una lunita del color del cobre.
Doblan por otro pasillo y salen del campamento. Hay una línea de… ¿árboles? ¿grandes helechos?, lo primero vivo que ha visto en este planeta además de los seres humanos. Siente un poco de miedo. No hay nadie más y está indefensa. Nadie ha salido de las tiendas a ver cómo las dos mujeres sacan a la mujer extranjera del campamento, hacia el desierto. Zari siente unas punzadas en el bajo vientre y se retuerce un poco.
—Creo que ya era hora —comenta la mujer más joven.
Letrinas. Hay una hilera de hoyos prolijamente excavados en la tierra arenosa, tapizados interiormente con piedra o madera, algo para que no se derrumben sobre sí mismos. El olor es fuerte pero no nauseabundo.
—No creo que sepa qué hacer —bromea Sikti.
—Si hasta mis hijos pequeños ya saben, ella debe saber. A ver, mujer, vamos.
Zari ha esperado esto. No tiene fuerzas para sentir vergüenza mientras la sostienen sobre el hueco, medio en cuclillas. Sikti le da algo, como un ramillete de hojas, para que se limpie. Están un poco secas, pero son aún suaves. La ayudan a levantarse y la otra mujer echa una palada de arena a la letrina.
—¿Viste? Es una de nosotros, Sikti. Ya no te preocupes.
Despierta. Es todavía de noche. El reloj que conserva en su muñeca parece estar funcionando bien; marca que han pasado unas nueve horas desde el momento en que la llevaron a la letrina. ¿Cuánto dura la noche en este planeta? Sabe que no está muy lejos del ecuador, de manera que no importará mucho si es invierno o verano. ¿Todos estarán durmiendo?
Agudiza el oído y distingue algunos ruidos lejanos. Está en una “habitación” pequeña, delimitada por particiones de tela. Más temprano ha visto a una niña asomarse y espiarla brevemente; ha oído la voz de Sikti y la de Naadu. Si el campamento se mueve a esta hora, lo hace muy furtivamente. Cree escuchar ronquidos apagados.
Sikti aparece de nuevo. Está a medio vestir, con una tela corta envolviendo los pechos y bajando hasta las rodillas. Le trae agua y la insta a beber. Zari piensa que debe tener un poco de fiebre.
Una hora más tarde la casa comienza a despertarse. Zari escucha sonidos como de madera golpeando contra madera, cosas que raspan, cosas que son amasadas o trituradas, un chisporroteo. Tiene hambre; se estira para tomar otra de sus raciones. Como todos, ha estudiado algo de antropología y cree poder leer algo del comportamiento de Sikti. La han encontrado, literalmente caída del cielo, y ha de haber sido una grave decisión traerla al campamento. No es extraño que Sikti tenga temor a tocarla: es una extranjera, quizá alguien que trae una enfermedad, quizá un mal sobrenatural. Le han dado agua pero no comida. Darle comida al huésped lo reconoce como tal.
Trata de descifrar los mapas y la cartilla informativa que imprimió la cápsula, pero no hay suficiente luz para leer. Debe tomar notas, también. Ya volverá el sol.
Se ha dormido de nuevo, pese a todo, y ahora es de mañana, y alguien la sacude con delicadeza. Sikti y Naadu están allí, junto con otro hombre, un hombre alto aunque encorvado por la edad, que lleva colgados de su cuello unos pequeños objetos de vidrio.
—¿Le diste agua como te indiqué, Sikti Bayye? —pregunta el doctor.
—Sí, Guffa Uqman, hace una décima como me indicaste.
El hombre se acerca a Zari y la observa con intensidad. Han abierto un poco las particiones de tela para que haya luz. Zari se tensa por un momento, cuando las manos secas y descarnadas del hombre comienzan a palpar su cuello, pero se deja examinar. El doctor busca ganglios inflamados, según parece; después de la garganta siguen las axilas, la entrepierna. Es desagradable, pero la presencia de Naadu y Sikti tranquiliza a Zari. El doctor le hace abrir la boca, sacar la lengua. Toma de su cuello lo que debe ser sin duda una lente de aumento y mira de cerca los ojos de Zari, la superficie de su lengua.
—No tiene señales de la plaga —dice al fin—. Ahora veremos. ¿Dices que caminó contigo hasta las letrinas, Sikti Bayye? ¿Y no se quejó?
—No, Guffa Uqman, sólo estaba un poco débil.
—Entonces podemos descartar huesos rotos o desgarros en los tendones. Nos queda ver lo otro. Veremos. Nunca he examinado a una extranjera que no comprenda nuestro idioma —continúa, mirando ahora a Zari—, pero supongo que podrás entender esto.
Sikti le pasa un recipiente de arcilla. Zari la mira sin comprender. Sikti hace gesto de levantarse la túnica y acuclillarse sobre el recipiente. Zari enrojece.
—Ya has comprendido, Zari —dice Sikti—. Vete, esposo, que esta mujer es vergonzosa. Y tú, Guffa Uqman, date vuelta. Es una extranjera y no sabe que eres un doctor y que has visto todo.
Sikti ayuda a Zari a incorporarse y la sostiene mientras orina en el recipiente. Obedientes, los hombres se han retirado. El doctor reaparece y toma el recipiente. Busca entre los pliegues de su túnica, donde ha traído una pequeña alforja, y saca una cajita que contiene a su vez un pequeño vaso transparente. Toma un poco del líquido del recipiente y lo observa a contraluz; luego lo huele cuidadosamente, y deja los dos recipientes a un lado.
—No hay sangre ni turbiedades —dice—. ¿Le has dado de comer, Sikti?
—No, Guffa Uqman. Ha traído su propia comida, que no hemos tocado.
—Ésta es tu casa y no te diré qué hacer en ella.
—Esta casa es tuya y de tu familia, Guffa Uqman —dice Sikti formalmente. El doctor se retira.
Naadu entra en el cuarto.
—¿Estás convencida ahora?
—Sólo me ha dicho que no a va morirse. Creo que me entiende bien.
—Guffa es muy prudente.
—Quiero hablar con esta mujer antes de darle de mi comida, Naadu.
—¿Qué diferencia va a hacer? Ha pasado toda una noche bajo nuestro techo, Sikti biLuḍan.
—Tengo mucho que hacer hoy. ¿Podrías intentarlo? Mi padre va a venir, él puede ayudarte.
Naadu hace un gesto que indica tanto comprensión como impaciencia. Ḍubaaq, padre de Sikti, es un hombre sabio, pero quizá le tome todo el día llegar hasta Tefawa. ¿En qué momento lo ha mandado llamar Sikti? ¡Esta mujer es un torbellino! Los hombres le han pedido a Naadu que explique lo que está ocurriendo y él ha tenido que decirles que su esposa está probando a la extranjera. No le gusta tenerlos esperando y a nadie le gustará que se inmiscuya en el asunto a un decidor de leyendas venido de otra parte.
Naadu murmura la plegaria del issem, que busca el equilibrio entre las tensiones. No hay forma de conformar a todos.
—Esperaré hasta la comida del mediodía y después hablaré yo mismo con ella —dice.
—Mi padre no viene montado sobre el viento —replica Sikti, y va a añadir algo apuradamente, pero ve en el rostro de Naadu la tensión acumulándose de nuevo y se rinde. Es cierto que tiene mucho que hacer.
—Dame tu confianza —dice Naadu.
—Es tuya. Me voy —responde Sikti.
Naadu pasa sus días, cuando el clima es bueno, viajando entre Tefawa y los tres o cuatro oasis más cercanos. Ha hecho una excepción por causa de la mujer extranjera. Su hijo mayor, Irqay, se encargará de visitar a sus clientes. La presencia de la mujer venida del cielo en su tienda es un asunto que requiere su atención personal.
Zari comprende enseguida el propósito de Naadu y trata de colaborar. Como todos los tripulantes de las grandes naves, ha sido entrenada para el aprendizaje rápido de lenguas y puede pensar, con poco esfuerzo, en varias estructuras gramaticales abstractas diferentes. La lengua de Tefawa no escapa a los moldes habituales.
Naadu ha venido con su hija, Kindu, una niña a punto de entrar en la pubertad, según parece. Le traen a Zari una pasta caliente y unos tallos blandos, hervidos, en un plato, con una cuchara de hueso o cuerno, y un cuenco con agua. Los tallos son picantes, la pasta apenas dulce. El agua parece un poco salobre, pero puede pasarla.
Tefawa, aprende Zari, es el nombre del campamento, o quizá el del oasis donde el campamento se encuentra. No puede saber cuánto tiempo estará aquí la gente: una estación, un año, una generación. Las tiendas que ha visto son sólidas, la de Naadu y Sikti es amplia y cómoda, pero todo puede ser desmontado en pocas horas. Naadu es Tarrab biTefawa: ¿quién sabe qué significa eso? Quizá tarrab sea su apellido, quizá su oficio, su cargo, su título. Naadu nació en Tefawa, quizá, o vive en Tefawa, y de ahí su último apelativo, pero no: debe haber nacido aquí, o su familia debe ser de aquí, porque Sikti es biLuḍan, nacida en Luḍan, que Naadu indica en un mapa como otro oasis, dibujando sobre un papel de trama basta, grisáceo, con un lápiz de carbonilla.
Kindu interviene con buen tino.
—Papá, sería mejor que le enseñases otras cosas más importantes antes. Cosas como “dónde están las letrinas”, “dónde puedo conseguir comida”, “no me gusta eso”…
Naadu escribe en el papel y Zari cree reconocer las letras. Es un alfabeto, al menos: un alfabeto fonético sencillo, con unos pocos logogramas, abreviaturas, ligaduras. Le pide el lápiz a Naadu y traza con torpeza sus propias letras. Naadu se las queda mirando.
—¿Será posible acaso? —se pregunta, olvidando la presencia de su hija.
Dibuja (porque de hecho dibuja, como quien copia de memoria) otro alfabeto, un alfabeto con formas parecidas al que usa Zari.
—Éste es mi nombre —dice Zari, señalando las palabras.
—¿Está escribiendo en la lengua de las leyendas? —pregunta Kindu.
—No, hija. Vete, ve a ayudar a tu madre.
Kindu protesta, pero termina por obedecer. Cuando se quedan solos, Naadu escribe una frase corta en el papel. Zari levanta la vista, los ojos iluminados.
—¿Un ángel? —pregunta—. ¿Un ángel o… cómo se dice… una mensajera? —Las palabras son distintas, pero no tanto; han pasado miles de años estándar desde que las lenguas se separaron y fueron cada una por su lado, y es casi increíble que vuelvan a encontrarse así. La lengua en la que Naadu ha escrito no es la misma que usa todos los días: debe ser una lengua secreta, o al menos una lengua muerta, estática, ceremonial.
—Maldita sea mi impaciencia —dice Naadu, y toma el papel—, mi mujer tenía razón. Vamos a esperar. Vas a recibir una visita importante, Zari. —Hace gestos indicando que una persona vendrá a Tefawa y que la recibirán con grandes efusiones. La mujer del cielo parece comprender.
Guffa Uqman ha venido una vez más. La revisa como la primera vez, un poco menos tenso ahora, un poco más confiado de sus propios conocimientos. No vuelve a pedirle ver su orina. Toma cada mano y hace que mueva los dedos, que flexione la muñeca; codos, hombros, tobillos y rodillas, el cuello y la cintura sufren la misma prueba.
Zari está muy dolorida pero cumple sin rechistar, no sabiendo qué hacer para no poner obstáculos a su tratamiento. Al final, cuando Sikti y el médico hacen gesto de dejarla sola, pide ayuda para levantarse. Sikti le indica que no lo haga, pero Guffa Uqman, quizá para ver hasta dónde llegan sus fuerzas, la ayuda a ponerse en pie. Siente el tirón de los músculos de las pantorillas, trastabilla. Al menos no parece que tuviese ningún hueso roto. Van hasta la puerta de la tienda.
El sol del color de una naranja está cayendo lentamente hacia el ocaso. Zari mira su reloj. El día local dura, según sus cálculos, unas treinta y dos horas estándar. Se pregunta cómo acomodarán estas personas sus ritmos biológicos a una jornada tanto más larga que la de la Vieja Tierra, que todos los humanos llevan impresa en sus genes. Días interminables como la arena.
Sikti la deja estar un minuto parada allí. Guffa Uqman permanece en silencio absoluto; después dice unas palabras en voz baja y se retira cortésmente. Sikti le hace señas a Zari para que entre de nuevo. No está feliz de que todo el mundo vea a la mujer del espacio en la puerta de su tienda.
Sola en su pequeña partición otra vez, ante una noche que ya cae… En el gabinete de emergencias hay un bloc de fino papel y un bolígrafo. ¿Qué día es? ¿Cómo se miden los días, los años, aquí? No importa. Ésta es una vida nueva. Escribe con letra clara al comienzo de la página: “DÍA UNO”.
Zari se siente un poco mejor. Es por fortuna evidente ya que no tiene huesos rotos, aunque el cuerpo sigue doliéndole y siente sus articulaciones anquilosadas. Se levanta, apoyándose en un palo que le han dejado para el caso, y sale a la puerta de la tienda. Frente a las otras tiendas hay niños jugando, que la miran con curiosidad efímera, y unas pocas mujeres mayores dedicadas a actividades manuales: una prepara una estera con fibras trenzadas, otra descascara metódicamente unos frutos, una tercera parece estar tejiendo una larga cuerda.
Hay agua cerca. Escucha el ruido, salpicaduras. Renquea por el campamento, tratando de no mirar directamente a nadie, pero casi todos han de estar fuera. No ha visto más a Sikti, el mismo Naadu se ha retirado a alguna parte. Sigue el ruido del agua y llega a una pequeña laguna, bordeada de una vegetación hirsuta, donde media docena de niños retozan entre gritos de felicidad y excitación. Le encantaría bañarse en la laguna. En su rincón de la tienda Sikti le ha dejado una vasija con agua para lavarse, pero la mera higiene no la satisface.
No puede meterse en la laguna, no con los niños allí. No se trata de modestia. Naadu se alarmó bastante al ver que podía comprender su lengua ceremonial. La esquiva actitud de Sikti, las precauciones del doctor, todo apunta a una tensión irresuelta causada por su presencia. El agua, el oasis, los niños, todo lo que ella toque puede estar en peligro.
Llega el maestro
En la entrada de la tienda está Ḍubaaq Sekeb, el decidor de leyendas. Su parecido con Sikti es innegable. Su mandíbula es más cuadrada, sus pómulos un poco más altos, un efecto que sus mejillas magras resaltan. Como para todos en esta tierra, estas similitudes resultan incómodas. Dice un dicho que los grandes hombres buscan pareja en oasis lejanos, recapitulando los preceptos que se narran en una de las leyendas. Son los hombres más pequeños, los perezosos, los que no van muy lejos, y terminan casándose con sus parientes.
Naadu lo recibe estrechándole las manos, y deja que Sikti lo lleve al interior. La mujer caída del cielo está esperándolo.
Ya es tarde y Sikti le ofrece algo para comer, pero Ḍubaaq quiere terminar con el asunto, o al menos comenzar con él, antes de cualquier otra cosa.
—Soy Ḍubaaq Sekeb —le dice—. Me han pedido que hable contigo, para saber de dónde vienes. ¿No entiendes nada de lo que digo?
Zari, naturalmente, no sabe qué responder. El modo del hombre es brusco. Cree entender el nombre; lo ha escuchado varias veces en las conversaciones entre Naadu y Sikti.
—¿Deseas que me vaya, padre? —pregunta Sikti.
—No. —Sikti es su hija y además ha participado en las deliberaciones de los ancianos en más de una ocasión. Ḍubaaq no siente el temor reverencial de otros viejos al uso de la lengua de las leyendas en presencia de las mujeres; en cierta medida es un heterodoxo, aunque nadie podría decirlo observando sus maneras secas y formales.
—Esto es lo que ha escrito, Ḍubaaq Sekeb —dice Naadu, mostrándole las hojas de papel en que Zari trazó su alfabeto y unas pocas palabras.
El decidor de leyendas toma el papel y lo estudia. Gruñe algo por lo bajo y Sikti le alcanza un lápiz. Escribe unas palabras y se las muestra a Zari, señalándolas con el dedo.
—R-r-do… rdovak —pronuncia Zari, y mira al hombre a los ojos, buscando un reconocimiento, pero no encontrando nada allí, vuelve al papel—. ¿Sak… sakev? —El hombre asiente, más para sí que para los demás. Zari repite con más claridad—: Rdovak sakev. —Pronuncia la primera a nasal y la segunda muy corta. Las letras son extrañas y ha tenido que adivinar cómo suenan un par de ellas.
—Mi nombre —dice el visitante. Se señala a sí mismo—. Mi nombre. Ḍubaaq Sekeb. —Señala al papel y le da el lápiz a Zari.
Zari toma el lápiz y escribe con sus propias letras. Lo que ha leído como rd es un digrafo que representa, sin duda, el curioso sonido de la ḍ inicial del nombre del viejo: una consonante retrofleja. Donde ella ve una o el hombre ha pronunciado una u corta y abierta, y lo que ella pronuncia con una fricción labiodental, la v, es en cambio un sonido oclusivo, y su a nasal no es más que una a tensa y larga. Detalles, nada más. Es evidente que esta lengua ha estado muerta durante miles de años.
Repiten el procedimiento con los nombres de Naadu y Sikti y al cabo de un corto rato está claro que, en lo que se refiere a los meros sonidos, Zari está en condiciones de leer y escribir la lengua de las leyendas.
Sus huéspedes no logran pronunciar el apellido de Zari, pero eso también es un detalle. Quieren saber de dónde es ella. Tal como lo supuso, el tercer componente de los nombres es el lugar de nacimiento de la persona. Zari nació en un planeta, lo cual debería ser en principio más sencillo de explicar que si hubiese nacido en una nave espacial en tránsito, pero incluso esto puede tomar mucho tiempo. Niega con la cabeza (el gesto, por lo menos, es común) y no escribe nada más. Tiene hambre y teme que si la reunión se prolonga no le den nada de comer hasta muy tarde.
—No conoce las palabras, Ḍubaaq Sekeb —dice Naadu, a modo de excusa.
—Es posible, y también es posible que no quiera o no pueda decírnoslo por otra razón —replica el decidor de leyendas—. ¿Cómo podría, si vino del vacío?
—Vino del vacío en un vehículo de metal, Ḍubaaq Sekeb —dice Naadu—, no en un rayo o un remolino.
—Eso es cierto —dice el otro—, pero ya sabes que yo no creo en esa clase de apariciones sobrecogedoras. “Lo normal es sorprendente, lo sorprendente es la regla del mundo.” Un día todo es como siempre y al siguiente tienes aquí a una extranjera. Mientras no sepamos distinguir entre lo que no sabe decir con nuestras palabras y lo que no desea decirnos, debemos ser prudentes, como con cualquier otra cosa. —Se vuelve hacia Sikti—. Hija, ¿me darás de tu comida esta noche?
—Sí, padre.
—¿Y me dejarás cubrirme del sol aquí unos días?
—Sí, padre.
—Bien. Yo le enseñaré a hablar a esta mujer y luego veremos qué tiene para decir.
Ḍubaaq Sekeb se queda tres días completos en la tienda de su hija y su yerno. Zari ve poco a estos últimos y a sus hijos, pero todos pasan a verla al menos una vez al día, con alguna razón o sin ella. Otras personas vienen, se asoman, saludan cortésmente al decidor de leyendas, a veces inclinan la cabeza ante ella reconociendo su presencia. A medida que va acostumbrándose a las palabras, a las entonaciones, a los hábitos de la casa, entiende que está en el centro de una pequeña tormenta.
El decidor es un lingüista innato bastante competente y un pedagogo. El primer día Zari aprende las letras como deben ser, con sus nombres. A veces Ḍubaaq dibuja algo y le enseña una palabra que comienza con la letra en cuestión.
El segundo día Zari comienza a entender cómo funciona la vida en el oasis, cuando su maestro aparece en medio de la noche. El antiguo ritmo de veinticuatro horas estándar se conserva aproximadamente; de alguna manera los nativos consiguen que los cambios de luz y oscuridad que se producen fuera de fase con los ritmos circadianos de sus cuerpos no los afecten fisiológicamente. ¿Adaptación espontánea o modificación previa? Ya no intentará dormir más horas de las que el cuerpo le reclama para pasar las noches interminables.
El tercer día Zari ha adquirido la confianza suficiente como para dirigir a Sikti una torpe frase de agradecimiento por una comida sabrosa. Sikti parece impresionada y se retira murmurando para sí. Al cabo de un rato asoma Ḍubaaq Sekeb y se acerca a ella con el ceño fruncido, que de a poco se va relajando hasta llegar casi a una sonrisa. ¿Qué le divierte al decidor de leyendas?
“La mujer del espacio no tiene manera de saber qué ha hecho mal, pero ¿cómo puedo explicárselo si yo mismo no lo entiendo?”, piensa el viejo. Se dirige a ella en la lengua que le ha enseñado.
—No debes usar esta lengua al pasar, con cualquier persona. ¿Entiendes? —Trata de expresarlo con las palabras más sencillas de que dispone, con gestos de las manos, con el rostro—. Esta lengua es importante. Privada. Tú y yo. Cerrada, en un círculo. No para gritar, no para afuera. ¿Entiendes? No hables con otras personas. Te enseñaré la lengua común, la lengua de Sikti y de Naadu y de los niños, yo te la enseñaré pronto. Volveré. Me voy, ¿ves?, en la bestia de acero con patas, me voy, pero vuelvo en poco tiempo, ocho, diez días. Hablaremos de nuevo.
—Entiendo, Ḍubaaq Sekeb —dice Zari—. Perdón.
—No hay nada que perdonar, niña. Hasta la vuelta.
En el día decimocuarto del diario de Zari, Sikti invita a varias mujeres a verla. Tres de ellas son vecinas que Zari ya ha visto ocasionalmente, más o menos de la edad de Sikti, y la contemplan con mudo asombro. Otras dos son más jóvenes; una de ellas mira cada poco tiempo al exterior de la tienda, donde un niño juega, vigilándolo. En la nave no había niños: sólo adultos, mantenidos jóvenes a través de los años por el sueño de las drogas.
Los niños provocan una curiosa fascinación en Zari, pero no hay muchos aquí. Ha visto cómo los hacen trabajar, desde bastante pequeños, en las huertas que rodean al campamento, y es obvio que cada par de manos hábiles es crítica para la economía. Al menos todos los que ha visto parecen sanos y bien nutridos.
Las mujeres se sientan en esterillas en el suelo y conversan entre sí mientras comparten unos bocadillos agridulces. Sikti se ha ablandado, en parte a causa de su padre, y ya no mira a Zari como si fuese un monstruo o un agente infeccioso. Por su parte Zari trata de actuar con deferencia hacia ella. Aún no comprende la compleja interacción de los roles de marido y esposa, de hombres y mujeres, que gobierna los gestos de esta gente, pero ya sabe que Sikti reina aquí, en su tienda, y no va a darle ocasión de sentirse ofendida.
Las mujeres mayores se van. Los modos de Sikti cambian enseguida, de severa anfitriona a un aire casi maternal. Las dos jovencitas que se quedan son más curiosas con respecto a Zari. Hay una especie de risueña negociación con la dueña de casa, involucrando a la extranjera. Zari sólo llega a comprender las palabras “agua” y “mujer”.
Se levantan del suelo y una de las dos mujeres, que se llama Tabro, le ofrece una mano a Zari.
—Ven, vamos —le dice.
Sikti aprueba con la cabeza.
—Está bien —dice Zari—. ¿Adónde vamos?
—Al agua —dice la otra, la que todavía echa miradas a su hijo que sigue jugando afuera, y se llama Ḷinay.
Zari se apresura a colocarse las sandalias que Sikti le ha traído para cuando salga, y sigue a las otras dos mujeres. Van hacia las afueras de Tefawa, unos minutos de camino. Quieren explicarle algo, pero todavía no puede entenderles.
—A esta hora no ha de haber nadie —dice Tabro.
El campamento principal de Tefawa se desparrama en torno a una gran laguna, la fuente de toda el agua potable. Pequeños ojos de agua afloran aquí y allá un un radio de casi un kilómetro, visibles desde lejos por la vegetación que nutren en medio de la arena. Se dirigen hacia una de las hoyas. En efecto, no hay nadie más allí. Tabro y Ḷinay comienzan a quitarse la ropa que las cubre y le indican por señas a Zari que haga lo mismo. Las mujeres de Tefawa no usan nada bajo la amplia túnica de tela. Zari se siente brevemente avergonzada al entrar, desnuda, al agua quieta y transparente junto con sus compañeras, pero lo olvida a los pocos minutos en el placer de volver a darse un baño.
A sus instancias, Naadu la lleva hasta donde quedó la cápsula de escape. Hay algún problema para conseguir dos bestias de acero, y Zari debe ir montada detrás de Naadu. La máquina no parece resentirse por el peso extra y los lleva a un trote regular, mucho más rápido que el que trajo a Zari hasta Tefawa. Naadu habla poco; a veces le indica accidentes del paisaje, pero sin hilarlos: palabras sueltas.
La arena ya se ha acumulado y cubre parte de la cápsula, del lado donde soplan los vientos predominantes. Hay arena dentro, también; la puerta entreabierta no fue cerrada. Zari desmonta y la abre del todo con cuidado. Un par de animalitos, vagamente similares a los cangrejos de los mares de la Vieja Tierra, se protegen de la luz. Emiten unos sonidos agudos casi inaudibles, se contraen en forma de bolas y salen rodando a los tumbos; se desenroscan al tocar la arena y echan a correr sobre unas patas flacas con deditos romos, como cucharas de té.
—Son eḍmiir, no hacen nada —dice Naadu, sonriendo un poco ante el susto de la mujer. Los eḍmiir pueden, en realidad, morder y arañar, pero sólo si uno comete la torpeza de agarrarlos con las manos, tarea nada fácil.
La mujer del espacio entra a la vaina de acero y rebusca entre sus misteriosas pertenencias, presiona con su dedo protuberancias en las paredes y los muebles, pasa la mano por superficies pulidas de vidrio. Al principio Naadu teme que se trate de alguna hechicería. Se ha quedado afuera, a pesar de que hay espacio en la cápsula y hace mucho calor, pero se asoma a ver. Al cabo de un rato se aburre de la metódica revisión que está haciendo Zari.
Piensa en la vaina de acero: toneladas de metal, más grande que la mayoría de los puños de ángel que ha visto en su vida. Si pudiesen recuperarlo serían ricos y tendrían hierro en abundancia. Pero duda que la mujer del espacio les permita desarmar su vehículo, incluso si no funciona más y no hay nada de utilidad dentro de él. Además, claramente esto no es una roca que pueda deshacerse a golpes. Hay unas pocas, finísimas junturas en la cáscara metálica, pero ningún otro punto de apoyo para una palanca, ningún punto débil para un cincel.
Quizá sería posible acarrear la cápsula hasta Tefawa, pero Naadu nunca ha visto mover algo tan pesado y tan grande. Las bestias de acero son increíblemente potentes, pero no hay en Tefawa tantas, ni tantos arneses fuertes, como para intentarlo. La vaina de acero se quedará aquí y las arenas la cubrirán y en unos pocos años ya nadie recordará donde estaba.
La mujer ha terminado su inspección y sale al exterior, sudando, con rostro de cansancio y una expresión de inconfundible desaliento.
—Nada —dice—. Más tarde… día distinto, pediré una cosa. Una cosa más. Llevarme a ese lugar…
—¿Adonde ibas? ¿Al lugar donde ibas cuando te encontramos?
—¿Lugar… donde ibas? Iba. Al lugar donde yo iba, sí. Lejos, para allá. —Señala al oeste y un poco al sur; Naadu observa que está mirando una pequeña máquina de vidrio y metal que tiene en la palma de su mano, algo que debe ser una misteriosa especie de brújula.
Naadu asiente pero no dice nada. No importa si la mujer entiende o no: no es hombre de prometer lo que no sabe si podrá o querrá cumplir.
El decidor de leyendas ha vuelto con anticipación y ha tenido que lidiar con muchas preguntas. Los hombres más viejos del campamento quieren saber si la caída de la mujer del cielo es una señal de que algo va a ocurrir.
—Ustedes saben que no soy un profeta y que rechazo a los que se presentan como tales —dice Ḍubaaq Sekeb.
—No te pedimos una profecía, Ḍubaaq Sekeb —protesta uno de los más viejos—, sino que nos interpretes lo que ha ocurrido. Tu hija le ha dado la bienvenida en su tienda a esa mujer. Guffa Uqman nos dice que no trae la plaga, pero hasta allí llega su ciencia.
—Sería muy conveniente para todos si nos dijeras algo sobre esto, Ḍubaaq Sekeb —dice otro—. Especialmente para los más jóvenes.
—Pones a los jóvenes como excusa, Diyya Suwal —dice el decidor de leyendas—. No son los jóvenes los que vienen a mí a rogarme que los tranquilice.
—No es cosa de todos los días que caiga gente del cielo, Ḍubaaq Sekeb —replica Diyya Suwal, en tono ligero pero frunciendo el ceño.
El decidor guarda silencio. La materia de las leyendas le es conocida y a la vez ajena, como el oasis de la infancia que nunca se ha visitado de nuevo salvo en el recuerdo. Pero para estos hombres las leyendas están vivas, y tienen razón en temer. ¿Se está volviendo él mismo un escéptico acaso? No sería la primera vez que ocurre, es casi un gaje del oficio, una maldición que los decidores tratan por todos los medios de mantener en secreto.
—Cuando Tibni Aḍḍaz era joven, viajaba una vez volviendo del mar al oasis, y vio en la arena un hombre caído. No tenía montura ni alforja y sólo llevaba un poco de agua. No había nadie más hasta donde alcanzaba la vista, ni huellas que fueran o vinieran hasta el lugar, excepto las de la bestia de acero de Tibni Aḍḍaz.
»Tibni Aḍḍaz había sido criado por una madre piadosa y un padre que temía a los signos, y pensó entonces: “¿Qué hace este hombre aquí, solo, lejos de caravana u oasis?”. Así como era joven, era rápido en interpretar los signos. El hombre no había dicho una sola palabra, y Tibni Aḍḍaz desmontó y le ató un pañuelo en la boca para que no pudiese hablar. El hombre no se resistió, pero miró a Tibni Aḍḍaz pidiéndole compasión.
»El joven lo hizo caminar junto a sí, mirando siempre al frente. Cuando llegaron a la vista del oasis, el hombre enmudecido cayó a la arena. Los parientes de Tibni Aḍḍaz vinieron corriendo a recibirlo.
»—¡No lo toques! —dijo Tibni Aḍḍaz a su madre, que se había inclinado a ver el rostro del viejo—. Es un engaño con forma humana. Estaba solo en el medio del desierto, lejos de caravana u oasis, y no había huellas de sus pasos en la arena.
»—¿Para qué lo trajiste hasta aquí entonces, hijo? —le dijo la madre—. Si estabas tan seguro, ¿por qué no lo mataste allí mismo, en vez de traerlo a nuestro oasis? Y si no estabas seguro, ¿por qué le tapaste la boca y no le dejaste explicarse?
»Tibni Aḍḍaz miró entonces al hombre tendido en la arena y vio que las huellas que había dejado hasta el lugar donde cayó se estaban borrando, al igual que las de la bestia de acero que él mismo había montado, porque soplaba la brisa del atardecer y la arena llenaba los huecos.
El decidor de leyendas deja de hablar. Los demás hombres permanecen en silencio, expectantes. La leyenda no es de las más conocidas, pero casi todos ellos la han escuchado alguna vez.
—¿Y qué ocurrió luego, Ḍubaaq Sekeb? —pregunta uno, ingenuamente.
—¡Estoy harto de contarles leyendas para que las escuchen por diversión, como si fuesen niños! —estalla el decidor, sobresaltando a los presentes—. Inventen su propio final. Yo he venido a quitarle la venda de la boca a la mujer extranjera. No entiende la mitad de lo que digo, pero al menos tiene interés por aprender.
Aparta de un gesto a los azorados ancianos y se apresura al interior de la tienda de Sikti.
La partición donde Sikti instaló desde el comienzo a la mujer del espacio ya se ha convertido propiamente en un cuarto y tiene su propio carácter. Es pequeño y le falta privacidad; está junto al espacio común donde la familia come y se refugia en las horas de sol más ardientes, lo cual significa que Zari no puede salir directamente al exterior sin que la vean.
La litera donde duerme está en un rincón. Está hecha de los tejidos secos y pulidos de uno de los organismos que crecen en el oasis; la palabra local remite a las mismas asociaciones que “árbol” en la lengua estándar que Zari hablaba en la nave, y el material de la litera es, por tanto, “madera”. Cada ecosistema es diferente y, aunque en un planeta de tipo terrestre hay nichos comunes e identificables, haría falta un biólogo (con un microscopio, por lo menos) para encontrar esas diferencias aquí. La “madera” muerta de la litera es casi negra; la “madera” viva es amarilla o rojiza, como el color del disco solar.
En otro rincón hay una mesita de cuatro patas, de una madera diferente, con una tabla horizontal hecha de una piedra pulida y opaca, algo así como pizarra. Allí Zari tiene una lámpara, con una mecha de tela y un recipiente que se llena de un aceite claro y fragante; humea un poco al encender, pero no molesta una vez que la mecha arde, y dura muchas horas. También hay una pequeña caja donde guarda lápices, y un poco de papel.
Junto a la litera está el gabinete de emergencias, cuyos contenidos Zari casi no ha tocado desde que empezaron a darle de comer. El nivel de radiación ambiental es un poco superior al aconsejable, pero no tanto para requerir drogas protectoras. Lo único que Zari consume regularmente del gabinete es papel, para sus propias notas: mucho más fino, resistente y borrable que el cartón basto que le trae Sikti.
La litera ocupa espacio, y Zari podría plegarla y ahorrárselo, pero prefiere dejarla como está para recostarse y tomar notas en esa posición. No teniendo una mesa, le resulta más cómodo que hacerlo encorvada, con el bloc sobre las piernas.
En los últimos días ha pensado mucho y está tan concentrada escribiéndolo que no nota el murmullo en el salón adyacente cuando Ḍubaaq Sekeb entra y saluda a Sikti y a Kindu, que están en casa preparando dulces.
—Buenos días —dice el decidor de leyendas (en la lengua común)—. Veo que te has acostumbrado a vivir en la tierra, mujer del espacio.
Zari no entiende qué está diciéndole Ḍubaaq Sekeb, excepto lo de “mujer del espacio”, apelativo que le causa mucha gracia, pero deja el bloc y el bolígrafo a un lado y se sienta en la litera, acomodándose la ropa.
—Tienes mucho mejor aspecto —dice Ḍubaaq—. ¿Entiendes?
—Sí. —Apenas despuntado el sol, hace unas horas, ha ido a bañarse a la pequeña laguna. Ha pasado un poco de frío al salir, pero hace un mundo de diferencia comenzar el día de esa manera. Había dos mujeres mayores allí cuando llegó, haciendo abluciones: la cara, los pechos. Pidió permiso, disculpas, con las palabras que Sikti le enseñó para antes de desnudarse. El pudor entre esta gente parece estar reducido a la mínima expresión: unas pocas expresiones formales, un código acordado de antemano, basta para descartarlo. Las mujeres ya se iban, de todas formas, y no le dedicaron una segunda mirada—. Siento… me siento mucho mejor. Fui para agua, tomé baño.
—Muy sano —comentó el decidor—. Vamos a comenzar.
La lección es una confusión de idas y venidas inciertas. Zari quisiera progresar más rápidamente. Nota que no se debe a una incapacidad pedagógica de Ḍubaaq Sekeb, que es obviamente metódico y muy paciente: sus titubeos son producto de otras consideraciones. Ella misma se sabe capaz de aprender. Como ya vio antes, hay dos lenguas: una alta, sagrada, no exactamente tabú ni secreta; la otra común, habitual, la que se escucha en Tefawa con solo andar por los pasillos. El decidor habla en la lengua alta cuando cuenta sus leyendas, ante una audiencia reverente, generalmente hombres, porque las leyendas hablan de asuntos tradicionalmente masculinos: el manejo del territorio, las disputas entre familias y tribus, la división del agua y de los animales, cierta forma de política. Los niños no conocen esta lengua y las mujeres pueden conocerla o no; no les está vedada, pero su conocimiento es en cierta forma invasivo, una compulsión: las involucra en asuntos que muchas prefieren no tocar.
La lengua alta es la última forma de comunicación que alguien desearía enseñar a una extranjera, a una mujer caída del vacío, pero es el único puente que Ḍubaaq Sekeb ha encontrado. Es parecida a la lengua estándar de Zari, y se escribe casi con las mismas letras, deformadas por miles de años de cambio. El léxico está contaminado de la lengua común, pero las palabras más cambiadas son las que refieren a los objetos y sustancias habituales: el agua, la arena, el oasis, el sol, el cielo, las partes del cuerpo, los nombres de los animales y de las comidas. Las palabras menos frecuentes y más abstractas son más reconocibles para Zari, una vez que ha captado la lógica de los cambios regulares producidos desde que la lengua ancestral, de donde provienen ambas, se separaron.
Pero el decidor no quiere enseñarle esa lengua en plenitud; se resiste a cruzar el puente. La usa, a lo más, como herramienta para enseñarle la lengua común. Ese camino conlleva una mayor dificultad. Zari está, de hecho, aprendiendo dos lenguas nuevas a la vez, y no puede evitar confundirse. Es evidente, piensa, que tal cosa no puede resultar extraña, y no debe haberlo sido nunca, como lo prueban las muchas palabras que han cruzado de una a la otra.
Las lecciones la dejan mentalmente rendida, pero agradece con todas las palabras de que dispone a Ḍubaaq Sekeb por ellas.
Uno de los viejos más viejos de Tefawa se acerca a la pequeña tienda del decidor de leyendas, que se ha apostado cerca de la laguna, a la sombra de un “árbol” que se asemeja vagamente a una pila de abanicos pinchados en una pica. Es un sitio de honor, pero el viejo, de nombre Inyur Rameel, no se arredra. En los oasis las jerarquías y honores son movedizos como las dunas.
Ḍubaaq está sentado fuera, leyendo algo que él mismo ha escrito. Ve venir al viejo, a quien conoce desde hace más de cien años, y deja sus apuntes a un lado.
—Querido primo, Ḍubaaq Sekeb —saluda Inyur. El decidor no es su primo, al menos en primero o segundo grado.
—Hermano mío, Inyur, ya sé lo que vienes a decirme —dice Ḍubaaq. El juego de los parentescos es burdo, una mala broma ya contada mil veces.
—No estuvo bien lo que gritaste allá, delante de la tienda de tu hija y en medio de Tefawa. Los jóvenes entienden mal esas cosas…
—¿Otra vez vas a sacar a relucir a los jóvenes? ¿Qué me quieres decir, Inyur? ¿Van a venir los hijos y nietos de ustedes, exaltados, a echarme al desierto?
—No, no, Ḍubaaq —replica tristemente Inyur, sacudiendo la cabeza—. No es eso. Es que nos dejas sin nada que decirles. Los jóvenes están exaltados, de hecho, pero no por tu causa. Quieren hacer cosas nuevas, no nos escuchan, nos tratan como si tuvieran soluciones para todo y nosotros fuésemos estorbos…
—¡No me digas! ¡Es la primera vez que se oye tal cosa de los jóvenes desde que bajamos al mundo! —exclama el decidor, pero lamenta su tono irónico al instante. Inyur es, después de todo, un viejo amigo, y no le falta sentido común.
—¿Te causa gracia que te pidamos respaldo? Las caravanas que vienen de la costa cuentan cosas terribles. En Ṭawwi un grupo de jóvenes mató a los ancianos, y después se mataron entre ellos hasta que sólo quedaron dos, y después uno envenenó al otro y ahora reina como un déspota. Sabes muy bien que aquí somos desafiados todos los días, Ḍubaaq. Somos tus amigos, eres tan viejo como nosotros, y estoy seguro de que entiendes lo importante que es estar unidos.
—¿Y qué tiene eso que ver con la mujer? ¿Acaso los jóvenes creen que significa algo?
—No lo creo. Disculpa. —Hace una pausa y se sienta en la arena. Ḍubaaq, atento, baja de su silla y se sienta frente a él—. No, no sé qué piensan. Las mujeres tienen toda clase de ideas, tu hija entre ellas, pero por lo demás han sido prudentes. Pero los hombres… Mi nieto mayor, por ejemplo, quiere que vayamos con la mujer extranjera a donde cayó su vaina de acero y traerla. No hace caso a las advertencias, es como si nunca hubiese oído las leyendas.
—Hablaré con él, si quieres. Debemos ser precavidos. La mujer no trae plaga ni signos del fuego invisible. Sikti la ha revisado. Pero la vaina de acero es otro asunto.
—No es sólo eso. Quizá sea como dicen las mujeres, que esta extranjera es una señal. Yo no sé, pero algunos están diciendo que lo es. Una señal buena. No dicen que sea un ángel, ya saben que no lo es… Por cierto, se ha estado bañando en la laguna de las mujeres. ¿Sabías? Fue idea de tu hija, para poder observarla.
—Mi hija es astuta. ¿Están satisfechos, entonces? ¿No han ido los muchachos a verla bañarse? Es una mujer joven y bella.
—Es muy bella, desde luego, ¿a qué negarlo? Incluso un viejo como yo puede mirarla y pensar. Pero sobre todo es una cosa nueva. Creo que les atrae más eso que otra cosa…, aunque lo otro ayuda, claro está.
—¿Y qué otras ideas les ha inspirado la mujer a tus nietos, además de ésas?
—Ninguna en concreto. Especulan. Imaginan que vendrán otras, o que ésta se irá y traerá a otras como ella. O que va a llamarlas.
—Seguramente no creerás que van a venir mujeres del espacio a invadir nuestros oasis, Inyur, ¿verdad?
—Las mujeres no vienen sin hombres, no a quedarse, supongo. Pero no importa.
—Tus jóvenes te han contagiado su juventud —dice Ḍubaaq—: estás empezando a creer en sus alocadas especulaciones. No me mires de esa manera. Soy uno que cuenta historias y sé leer en las caras de la gente cuándo creen y cuándo dudan.
Inyur suspira y se queda callado. Ḍubaaq lo imita. Es la mitad de la interminable tarde y la brisa trae la más ínfima traza de humedad; hay una nube grande, de un color singular en el cielo del sur. Se deshará, piensa el anciano; se deshará pero vendrá otra, piensa Ḍubaaq. Quizá llueva este año. Oh, no, que no sea ahora, piensa Inyur. ¿Una mujer cae del cielo y después viene la lluvia? ¿Quién podrá persuadir a los exaltados de que tales portentos, uno tras el otro, no son una señal?
Hacia el cambio
La mujer del espacio está trenzando fibras de erit para formar una canasta circular. Sikti la observa críticamente, sin intervenir. Zari comete errores, naturalmente, pero es rápida y diestra. No puede imaginar qué hace una mujer en el espacio, además de flotar allí; no puede imaginarse el espacio, intentarlo le da un poco de vértigo que no tiene menos de mental que de puramente fisiológico. Pero sea lo que fuese que Zari hacía en su vida habitual en el espacio, debía hacer algo con las manos, o bien tiene una predisposición innata, ya que ha aprendido en pocos días lo que a otras les toma un año.
Pensar en lo que la mujer del espacio solía hacer le recuerda que todavía no saben qué va a hacer. Ya no le quedan moretones en su cuerpo (los baños que toma regularmente junto con las jóvenes informantes de Sikti sirven de ocasión para constatar eso) y los rasguños le han sanado. Ya no se cohíbe ante los demás. Ya no la encuentran llorando, o acabando de llorar, por sus compañeros perdidos. (¿Quiénes, cuántos, cómo?) Está, dice la vista y la razón, sana y lista para volver a una vida normal. Pero ¿cuál es la vida normal de una mujer caída del vacío al mundo, que no tiene familia y que apenas sabe hablar?
La canasta está casi lista y, como suele ocurrir, el final es la parte más complicada (con excepción del comienzo). La mujer del espacio titubea, suda, trenza furiosamente y logra un cierre aceptable.
—¿Estás conforme? —pregunta Sikti, y luego, viendo que la palabra resulta extraña—: ¿Te parece bien? ¿Satisfecha?
—Tu opinión, Sikti —replica Zari, pasándole la canasta para que la vea.
—Bastante bien. Mejor que Kindu. Kindu no presta atención… eh… No mira bien lo que hace, entonces no sale bien.
—¿Los hombres no trenzan erit? —pregunta Zari.
—Pueden —dice Sikti, algo desconcertada. La mujer del espacio todavía no habla bien la lengua común. Quizá esté preguntando algo distinto de lo que ella entiende. No es la primera vez que hace preguntas sobre lo que hacen los hombres y las mujeres. No es de extrañar que pregunte por lo que hacen las mujeres, si tiene intención de unirse a la caravana. Pero esa curiosidad por saber qué hacen o no hacen los hombres, ¿de dónde viene? ¿Los hombres del espacio harán todos las mismas cosas que las mujeres?
Zari lo piensa. El vocabulario de que dispone es muy limitado.
—No “pueden” o “no pueden”. ¿Está bien si trenzan?
—¿Si está bien? Si lo hacen bien, está bien. Ah, pero no. ¿Si está prohibido?
—Prohibido. “No”, “no hagas”, ¿“prohibido”?
—Correcto. ¿Es eso? No, mujer, ¿quién va a prohibirlo? Lo que hace un hombre, si queda en sus manos, es libre de hacerlo. Libre, ¿entiendes? ¿Por qué lo preguntas?
Zari no comprende ni la mitad de las palabras, pero cree captar el tono general. Sikti parece casi divertida.
—Libre. No hay… ¿no hay ley? —pregunta usando una palabra de la alta lengua, y Sikti frunce el ceño.
—No hay ley contra lo que no es malo —sentencia—. Hacer una canasta no es malo. No digas esa palabra, Zari. Es una palabra importante.
¿Pregunta acaso la mujer del espacio por lo que hacen los hombres porque está pensando en los hombres de Tefawa? Es una mujer, después de todo. No sale mucho y en la tienda ve sobre todo a Sikti, a Naadu y a Ḍubaaq, que podrían ser su padre, a Kindu y a su hermano pequeño; pero sale, va por los pasillos, ve a los hombres jóvenes trabajar. ¿Estará pensando acaso “qué puedo esperar de ellos”?
Tendrá que enseñarle alguna otra cosa más, además de las canastas, para que ocupe su tiempo.
Los nativos nombran a este mundo con una palabra que sugiere una trama, una red de caminos, un cruce de huellas que van y vienen. No usan mucho ese nombre, piensa Zari. Una de las primeras cosas que hizo la mujer del espacio, siendo quien es, fue preguntar el nombre del mundo, para poder verlo, en cierta manera, desde afuera, en su totalidad; pero para los nativos, el mundo no es un globo que los acoge sino una extensión de vacío salpicada de pequeños oasis unidos por los caminos regulares de las caravanas.
Desde luego saben que el mundo es una esfera, sostenida sobre sí misma y en su órbita alrededor del sol anaranjado por la gravedad: esos conceptos, en forma nebulosa y primitiva, no los han perdido. Pero no les encuentran mucha utilidad. Navegar por el desierto permite suponerlo plano. Las cortas estaciones no provocan grandes cambios. El ritmo de sus vidas es dictado por convenciones, que adoptan (quizá en reacción a su fragilidad inherente) formas a veces inflexibles y dogmáticas.
La más persistente de estas convenciones o tradiciones es la que dicta la migración anual, el ciclo de las caravanas, que moviliza a todas las tribus del desierto. Una vez cada sesenta ocho días el mundo completa una vuelta en torno al sol anaranjado y las caravanas, algunas un poco antes, otras un poco después, se ponen en marcha a lo largo de la trama.
Nadie debe quedarse atrás cuando la caravana abandona un oasis. Los viejos son cargados por los más jóvenes, los hijos pequeños por sus padres. Si una mujer embarazada está a punto de parir, se puede retrasar la partida unos días, cuanto mucho. A veces alguien desea quedarse atrás voluntariamente. La gente de los oasis tiene un nombre para esta clase de gente, pero Zari no logra dar con una traducción adecuada que exprese las connotaciones de desequilibrio, de egoísmo ciego, de ingratitud, que la palabra nativa acarrea.
Día treinta y dos. Zari ha venido posponiendo lo que tiene que hacer durante demasiado tiempo. Se ha sentido bien, de manera impensada, increíble: bien, muy bien, sola, sin poder hablar casi con nadie, sin compañeros, en medio de un desierto, con una arena que se mete en los ojos, bajo un sol que quema, sin agua corriente, sin electricidad, defecando en letrinas, despertando en medio de noches demasiado largas, junto a personas que se tomaron tiempo en tratarla como a un ser humano en vez de una monstruosidad caída del cielo. Bien, a pesar de todo, o sin importar nada.
La están esperando frente al sitio de honor, a la sombra de los árboles-abanico, donde monta su tienda el decidor de leyendas. Ḍubaaq Sekeb ha venido, pero no va a quedarse, y no hay tienda montada allí, sólo un amplio espacio a la sombra. Naadu la acompaña. Es un buen hombre y tiene casi tanto miedo como ella.
Hay más gente de la que esperaban. Están los ancianos, desde luego, con quienes Zari pidió hablar; Sikti se ha adelantado y conversa con un par de viejas mujeres que quieren estar presentes. Pero hay unas cuantas mujeres jóvenes también, que a juzgar por sus sombreros y sus manos polvorientas y su sudor han abandonado sus tareas en el campo (es la temporada de la cosecha del pugga) para escuchar lo que Zari tiene que decir. Zari algo así como un ícono o ídolo vivo para ellas. Y hay hombres jóvenes, incluso un par que vienen de fuera de Tefawa. Los ancianos, sentados en un semicírculo, están claramente incómodos con la concurrencia.
Naadu y Zari se sientan en el borde del semicírculo. Zari intuye que no es bueno estar en el centro, y no se equivoca, pese a desconocer el ritual. El centro es inmodesto y prepotente.
Los ancianos echan una mirada al decidor. Ḍubaaq Sekeb carraspea y comienza a recitar en la alta lengua.
—Cuando el mundo era joven, Razem fue enviado desde el vacío para poblarlo. Razem observó el mundo y decidió la ruta de su caravana. Llamó a su esposa, Giima, y Giima fue enviada desde el vacío para montar su tienda en el mundo. Al principio tuvieron miedo, porque no había nada en el mundo salvo las cosas vivas que estaban aquí desde el principio, que nos son ajenas, y la ruta de su caravana iba por lugares inciertos.
»Pero Razem había elegido bien su ruta hacia el oasis, y Giima sabía cómo montar su tienda en un oasis de la mejor manera. Estas cosas las sabían sin saber cómo, y se maravillaban. Entonces dejaron de tener miedo, y en cuanto Giima estuvo segura, concibió hijos.
»Los hijos de Giima y Razem se esparcieron por el mundo y plantaron sus tiendas en todos los oasis. Y vinieron más hombres y mujeres del vacío para ser sus esposos y esposas. Estas personas no tenían miedo, porque su lugar ya había sido preparado.
»Pero así como no tenían miedo, tampoco sentían maravilla alguna ante el mundo, que se les antojaba aburrido, porque las rutas ya estaban trazadas. Y como las rutas eran siempre las mismas, dejaron de lado sus bestias de acero y se confinaron a casas de ladrillo. Y las casas crecieron y el agua de los oasis no bastó para los campamentos, y sus letrinas contaminaron las fuentes, y no llovió, y los canales que habían excavado para llevar el agua se vaciaron.
»Entonces algunos fueron a buscar a Giima y Razem, que ya eran ancianos, y a los que nadie les hacía caso ya. Les resultó difícil hallarlos, porque Giima y Razem eran los únicos que año tras año seguían en la gran caravana, mientras los demás se amontonaban, quietos, en campamentos de casas de ladrillo. Cuando los encontraron, los increparon: “¿Por qué nos llamaron a este mundo, donde no hay agua para todos? ¿Por qué hemos venido aquí, para tener que ir en caravana de un oasis a otro para sobrevivir?”
»Y Giima le dijo al hombre que había preguntado: “¿Es este mundo peor que el vacío de donde viniste? Vuelve entonces al vacío, donde podrás estar cómodo.” Y Razem le dijo: “¿Deseas quedarte quieto en un solo lugar, donde te basta con tener agua suficiente? Busca un oasis lejano y plántate allí como un árbol.”
»Y los que escuchaban se enojaron mucho, pero uno preguntó: “¿Qué debo hacer si no quiero volver al vacío ni convertirme en un árbol?” Y Razem dijo: “Vuelve a la gran caravana y abre los ojos, como si fuese el primer día.” Y Giima dijo: “Planta tu tienda pero no dejes que las estacas envejezcan en la misma arena.”
La leyenda termina. Zari ha entendido poco; entre los jóvenes no faltan quienes charlan, distraídos, en murmullos.
—Ésta es Zari, la mujer que cayó del cielo en la vaina de acero hace dos cuartos —dice Naadu—. Nos ha pedido que la escuchemos.
Zari tiene entre sus manos unos papeles donde ha tomado notas: palabras, principalmente, y algunas frases hechas.
—No caí en este mundo por casualidad —comienza—. Cuando escapé de mi… eh… del cuenco del vacío, busqué el mundo más cercano. No sabía que vivían seres humanos aquí. Sabía que había una… llamada, no, una cosa… un instrumento para llamar a través del vacío, no lejos de donde caí. Quería bajar cerca, pero caí sin control.
—Está hablando del gran cuenco de metal que está a medio camino de Ussiit —interviene Naadu.
—Un gran cuenco, sí —dice Zari—. Para llamar lejos. Tengo que llegar allí.
—Ninguna caravana va ya a Ussiit —dice uno de los ancianos—. El agua ya no sirve.
—Hace tiempo que vengo diciendo que deberíamos intentar volver allá —replica otro de los viejos—. Hace sesenta años que lo dimos por perdido.
—No es a medio camino, Naadu —interrumpe un tercero—, sino casi a dos tercios, y fuera del camino, de hecho.
—¿Cuántos días? —pregunta Zari, pero nadie la escucha.
—Ya debe estar cubierto por las dunas —dice el primero de los viejos—. Desde luego, si alguien quiere ir hacia allá, no me opongo, pero es una pérdida de tiempo.
—El gran cuenco es viejo como el mundo —dice una de las mujeres viejas.
—¿Cuántos días? —vuelve a preguntar Zari. Se vuelve hacia Naadu, que mira al suelo, desalentado; el protocolo se ha deshecho.
—La mujer ha preguntado cuántos días —ruge uno de los jóvenes de afuera, acallando los murmullos—. ¿Nadie puede decírselo?
—¿Cómo te llamas? —pregunta Naadu.
—Reezmi Saṭok biRahru —dice el joven. Es realmente muy joven, no más de ochenta y cinco años, piensa Naadu; mira cómo hincha el pecho y entrecierra los ojos para parecer más fiero ante sus mayores. O ante la mujer.
—Reezmi, un brote de Razem: qué apropiado —dice Sikti en voz baja, con una media sonrisa, mirando a su padre. El decidor de leyendas no responde. Una broma, piensa Zari, perdida entre palabras extrañas; una sutileza afortunada, un juego de palabras, ¿algo más, quizá, para esta gente? Razem, Reezmi, la misma raíz.
El viejo Inyur observa el intercambio entre Ḍubaaq y Sikti y luego, aprovechando el tenso silencio, interviene con su voz suave y lenta.
—La caravana, en tiempos de mi abuelo, pasaba por Ussiit. Cinco días desde Tefawa, según recuerdo, aunque eso era con el camino de entonces. Sin la carga de maraaw, seguramente podría ser uno o dos menos.
Maraaw, las cosas de la vida del campamento, las grandes tiendas, las herramientas para arar, cavar letrinas y canales, las lámparas con su aceite, las hachas, los cuchillos, las vigas, los enseres de la cocina; lo opuesto a la carga de utfir, las necesidades básicas de los viajeros.
—La mujer no puede ir sola —dice uno de los otros viejos—. Si fuese una de nosotros no lo permitiríamos.
—No puedes prohibirle a nadie que se marche en su propia caravana, Qayyu —replica una de las mujeres que está junto a Sikti—. Ni siquiera a una mujer.
—¿Quién habló de prohibir?
—Has dicho “no lo permitiríamos” —dice la mujer—. Encima de eso hablas en plural, como si fueses un… un monarca, un ktuuf.
—Vamos, Faṇiẓ, no vendrás a esta altura a decirme que hemos sido inflexibles —dice el viejo Qayyu.
—Y sin embargo sigues hablando en plural, Qayuu —interviene Sikti.
—Dicen que las leyendas unen a las tribus —corta Ḍubaaq—. De hecho varios de los que están aquí me rogaron, o me exigieron, cuando vine aquí a ver a la mujer del espacio, que dijera algo para aquietar los ánimos y poner todo en su lugar. —Mira a su alrededor con mirada calculadamente acusadora—. Faṇiẓ Darg, prima, me has hecho un favor al recordar esa antigua palabra, ktuuf. En la lengua de las leyendas, de donde proviene su raíz, significa “igualar”. No es una palabra inofensiva: tanto se presta a “allanar” como a “aplastar”. Estoy seguro de que Qayyu Betas no pretende ser uno que aplaste a quien se le opone.
Qayyu hace un gesto indescifrable y asiente con la cabeza.
—Qayyu Betas no es parte de mi caravana —dice el joven Reezmi, con tono altanero pero ya inseguro.
—Pero escúchalo, Reezmi Saṭok, escúchalo. Está preocupado, pero no ha dicho nada insensato. —El decidor de leyendas se vuelve al resto—: Les he contado una leyenda, pero como de costumbre, pocos han escuchado con atención. Habrá que inventar leyendas nuevas, quizá.
—No hemos desobedecido las tradiciones —protesta Inyur—. La gran caravana sigue cada año. Ussiit se perdió por un descuido de nuestros bisabuelos…
—No creo que estemos hablando de Ussiit —dice Qayyu—. Entiendo que alguien de nosotros tiene que acompañar a esta mujer, según Ḍubaaq Sekeb.
—¡Tres o cuatro días para ir y otros tantos para volver! —grita uno de los viejos.
—Y en esta época del año, además —añade otro.
Naadu se inclina hacia Zari y habla con ella despacio, eligiendo las palabras.
—Están diciendo que no puedes ir sola hasta donde quieres ir. Que alguien tendría que perder cuatro días para acompañarte hasta allá. Que no es momento. Estamos por reiniciar la caravana, ¿entiendes, Zari? Nadie quiere tomar un camino diferente.
—¿Reiniciar? —pregunta Zari en voz baja, insegura, pero antes de que Naadu pueda responder, la voz de uno de los ancianos interrumpe:
—Sería mejor que le hubieses explicado a esta mujer cómo funcionan las cosas aquí, y las complicaciones que traerían sus pedidos, antes de sentarla frente a todos nosotros.
Se escuchan murmullos mientras Naadu enrojece de furia.
—Y a ti, Fiqeet, ¿te preguntó tu madre antes de concebirte qué ibas a hacer con tu vida, para ver si le convenía al mundo traerte a él o si terminarías siendo un estorbo? ¡Me sacudo los pies del polvo de este campamento!
Se levanta y pisotea la arena. Zari, atemorizada, lo mira, mira a Sikti, se levanta. Trata de decir algo, pero sus nervios y su escaso vocabulario se confabulan para dejarla muda. Enrojece, ella también, primero de vergüenza y luego de furia ante su incapacidad para comunicarse.
Se ha armado un gran tumulto y el semicírculo de ancianos se ha roto y disgregado. Volviendo a la tienda junto con sus huéspedes, Zari escucha a sus espaldas la voz del decidor de leyendas tratando de calmar los ánimos, sin éxito.
Mientras el ruido de voces sigue afuera, Zari piensa, compungida, que no ha entendido nada. Naadu viene, la mira un momento, se va. Está demasiado enojado para hablar. ¿Estará enojado también con ella? Sikti aparece tras él, mira Zari duramente, pero se queda.
—Necesitaría a mi padre aquí para que cuente esa leyenda —dice, suspirando, al final, y sentándose frente a Zari—. Nos equivocamos, pero fue una equivocación provechosa. Provechosa, eh… con un buen efecto, ¿entiendes? Un error, pero es mejor haberlo cometido.
—Ya entendí, Sikti —dice la mujer del espacio.
El “error” ha sido de los dos, de Naadu y de ella. Las costumbres dicen que si encuentras a una persona perdida o abandonada, lejos de su caravana y de su oasis, debes ayudarla. Eso no significa que debas traerla a tu campamento. Sobre todo, no significa que debas traerte a cualquiera que encuentres por ahí. Hay engaños de muchas clases en el desierto. Pero Naadu trajo a la mujer del espacio a Tefawa, y se equivocó: debió haberle dejado un poco de agua y comida, a lo más esperar que estuviese despierta, a lo más —más aún, un exceso de generosidad— ayudarla a ponerse en camino hacia su destino.
Y Sikti se equivocó también, ella que es la que guarda la entrada a la tienda, porque cuando le franqueas tu puerta a una persona, ya estás en deuda con esa persona, la deuda que el anfitrión contrae con su invitado y que es pequeña como un grano de arena, pero es, y sigue siendo, a menos que el invitado sea un engaño. Y cuando le das agua fresca a una persona en tu tienda, tu deuda se hace mayor, como un montoncito de arena, incluso mientras tu invitado, que estaba sediento, también acumula una deuda contigo. Y si le das un lugar donde dormir la deuda se acrecienta y es como una gran pila de arena, que debes quitar a paladas del frente de tu tienda; y si le preparas comida y se la das, la deuda crece como una inmensa duna.
—Yo quiero quitar de ustedes esa deuda, Sikti —dice la mujer del espacio.
—Eso no se puede —dice Sikti—. Como yo no puedo quitarte la tuya. Las personas que se ayudan unas a otras en el desierto quedan… unidas, ¿comprendes lo que digo? No es una deuda como la que contraes con dinero.
—¡Pero es una locura! —protesta Zari. Está enojada ahora, y mezcla palabras de la lengua común, de la alta lengua y de la suya propia—. ¡Una locura! Unos hombres que no han hecho nada por mí dicen que nadie puede acompañarme a donde quiero ir, pero tampoco permitirán que me vaya sola…
Sikti levanta una mano, urgente.
—Si te vas sola, morirás. No puedes sobrevivir cuatro días en el desierto, no puedes llegar adonde quieres ir siquiera, a menos que robes una bestia de acero, y sus suministros, y agua y comida para ti.
—¿Y si los pido? ¿No me los darán?
Suena una campanilla; Sikti se incorpora y sale. Zari oye la voz de Ḍubaaq Sekeb y varias otras, confusas y como sofocadas. El decidor entra en el cuarto junto con dos hombres jóvenes; uno de ellos es Reezmi Saṭok, con el rostro enrojecido cubierto de sudor, el otro uno que estaba con él afuera. Son demasiadas personas para un lugar tan pequeño, y Zari cree oler su propio miedo en el aire caldeado.
Cruzan las piernas en el suelo. Zari, sentada en la litera, se inclina.
—Éste es Ruwwa, mi medio hermano —dice Reezmi—. Venimos desde Rahru. El rumor de que la mujer del espacio está aquí ya ha corrido hasta más allá de Rahru y también en la dirección opuesta, hasta la costa misma.
Zari se sorprende, pero no debería; mercaderías y personas se mueven continuamente por el desierto, y con ellas, las noticias, las medias verdades y las invenciones.
—Ḍubaaq Sekeb asegura —sigue Reezmi— que los ancianos de Tefawa no permitirán que la mujer del espacio tome pertrechos de aquí para ir al lugar del gran cuenco.
—Eso mismo le estaba explicando —dice Sikti.
—Les he dicho que no se trata de simple mezquindad —tercia el decidor—. Hay algo de miedo también.
—¿Todavía creen que puedo ser un… engaño del desierto, una falsa mujer? —pregunta Zari.
—No, no en esa forma —dice Ḍubaaq—, aunque en cierta manera… No es noticia para ellos que quieres usar el gran cuenco para hablar con el vacío. Lo has comentado con otras personas.
—Sí —responde Zari—. Esperé hasta hoy para… para decirlo ante los ancianos porque Naadu me enseñó… aconsejó… dijo que sería mejor esperar.
—Esperar a que pudieses hablar un poco de nuestro idioma y a que estuvieses sana y acostumbrada al aire del desierto, sí —completa el decidor—. Yo aconsejé lo mismo. Temo que no fue una buena idea la demora. Como quizá sepas, la caravana debe volver a iniciarse en menos de un cuarto. Las cosechas ya casi están recogidas, el fin de año se acerca. Es un mal momento.
—Pero…
—No he terminado —dice Ḍubaaq—. Eso también es una excusa y ya lo has razonado, lo has pensado por ti misma. Los ancianos tienen miedo porque no saben a quién podrás llamar, a quién podrás hacer venir del vacío.
—No es el vacío, Ḍubaaq Sekeb, ya lo sabes —dice Zari, desesperada—. Es el espacio donde se mueven nuestras naves… las grandes vainas de acero. Y donde flotan los otros mundos. Si hay alguien de mi tribu, de mi caravana, todavía allí, tengo que intentar hablar con ellos.
—¿Para que vengan a recogerte, desde esos otros mundos? —pregunta Ruwwa, abriendo los ojos con asombro. Es la primera vez que ha escuchado de tales cosas.
—Para saber si están vivos, primero —responde Zari—. Y después, sí, para que vengan a buscarme.
Los demás se quedan en silencio, sobrecogidos. Han sabido desde hace tiempo lo que Zari acaba de explicar en voz alta, pero hasta este momento no habían comenzado a imaginarlo como posibilidad cierta.
—¿Entiendes por qué tienen miedo los ancianos? —pregunta Ḍubaaq.
—¡Es que no me permitieron hablar! Yo iba a decirles que si vienen a buscarme, cuando vengan, nadie los molestará. Ni siquiera tendrán que verlos llegar.
Ruwwa mira a Reezmi, como buscando su aprobación.
—Sería una gran pena —dice, ruborizándose—. Como si Naadu Tarrab hubiese pasado por tu lado sin verte y no te hubiese traído a Tefawa, mujer del espacio.
Ḍubaaq se sonríe.
—Esto es lo que los ancianos temen de los jóvenes, más que ser desautorizados o depuestos de su posición: que los jóvenes no teman desviar los caminos de sus caravanas por una mujer caída.
—Yo ya he cumplido los ochenta, decidor, y no me voy encima de una mujer cualquiera que… —comienza Ruwwa, pero Reezmi lo calla de un codazo. Ruwwa guarda un silencio rencoroso.
—Ya bastante hemos escuchado a los viejos por hoy —dice Ḍubaaq—. Incluso a mí. Ahora ustedes van a decidir qué hacer.
Tefawa no es un lugar. Tefawa no es una tribu o un campamento. Quien nació en Tefawa puede abandonarlo y también volver, aunque nunca podrá quitarlo de su nombre. Tefawa es la caravana y los lugares donde planta sus tiendas la caravana, que son tres: Dawiil, Faṣot, Goyyari. Sólo dos de estos lugares existen ahora: Dawiil, el próximo destino de la caravana, y Faṣot, al que la caravana irá el año siguiente. Sólo dos de los tres lugares existen en un momento determinado del tiempo; el tercero es Tefawa. Tefawa sólo puede estar en un lugar a la vez, de manera que cada uno de los tres oasis permanece deshabitado dos años de cada tres. Esto es así porque los seres humanos no pueden vivir mucho tiempo en un lugar sin dejar su marca, casi siempre para mal.
Hay un breve tiempo, entre el fin de un año y el comienzo del siguiente, en que Tefawa no existe. Mientras haya una estaca de una tienda clavada en Tefawa, existe Tefawa. A veces nacen niños en este limbo; no se los considera sino una carga más, pero no reciben nombre hasta que Tefawa vuelve a existir, con la primera estaca de la primera tienda clavada en la arena del oasis.
Lejos al sur y al oeste hay ciudades, pobres refugios de ladrillo que no pueden moverse. En las ciudades la gente acumula riquezas, hace planes que dependen de no moverse de su lugar, extrae minerales de canteras que requieren de años de trabajo para llegar a las grandes vetas, planta bosques que toman una generación en crecer para luego talarlos, y piensa y piensa, como deben pensar las plantas y los otros seres afincados al suelo, y a veces trae al mundo algo nuevo, como los cuchillos de acero que no se oxidan, las lentes de vidrio que amplían los objetos o las mezclas alquímicas que permiten alimentar a las bestias de acero para que funcionen un poco más. Pero por lo general esa inmovilidad se vuelve contra ellos, los hace celosos de su pequeño trozo de tierra, de sus ladrillos apilados, de los muebles y las joyas y las chucherías que acumulan dentro de sus casas, de los lugares que ellos y los demás ocupan en las reuniones, cuando hay que decidir algo importante. Por eso la gente de Tefawa, como la de Rahru, como la de Luḍan, como la de las otras cincuenta y siete caravanas del mundo, no quieren saber nada con las ciudades, excepto para comerciar ocasionalmente y sin cruzar apenas sus murallas.
Mientras Tefawa no existe no está permitido hacer negocios ni decidir sobre cuestiones importantes para la caravana, excepto —naturalmente— la más importante, que es llegar a destino, aunque incluso de esto se habla poco y con circunloquios y evasivas. Como en las naves de la que habla la mujer del espacio, el punto de salida y el destino flotan en un vacío mucho más grande que ellos, y en el vacío ninguno de los dos hace sentir su tirón; la vaina de acero que transporta a los viajeros en su caravana se mueve en silencio y con un rumbo (casi) inalterable. La mujer del espacio entiende todo esto, después de haberse cerrado un tiempo a verlo, porque ha visto mucho y es —cuando uno se molesta en hablar con ella— como si fuera una mujer vieja y experimentada, en vez de una joven. Nadie sabe por cuántos oasis en el vacío ha pasado su caravana. Nadie sabe si espera realmente volver a unirse a ella.
Faltan ocho días para el año nuevo, siete días para que Tefawa levante sus tiendas.
—Podrías esperar, Zari —dice Sikti.
—No quiero esperar. Cada día que pasa es un día más que tendré que esperar. Cada día mis compañeros, los que hayan sobrevivido, se alejan de este mundo… En los días que quedan hasta el año nuevo se habrán alejado… tanto como está lejos el pequeño sol blanco.
Los demás echan una mirada instintiva sobre sus hombros, al lugar donde (más allá de las telas opacas de la tienda) brilla la segunda estrella del sistema, la que sale con retraso por la mañana, siempre por el mismo lugar, y alumbra las noches, hasta muy tarde, casi como diez lunas llenas. No tienen idea de las distancias del vacío. Saben que el pequeño sol blanco parece quieto porque está muy lejos, y que los bisabuelos de sus bisabuelos lo veían subir apenas un poco más en el cielo.
La gente de este mundo tampoco sabe que hay un tercer sol, pequeñito y rojo como una brasa, girando en una órbita lejana del sol blanco, tan débil que no puede verse a ojo desnudo. No saben que cada pocas decenas de miles de años esa pequeña estrella cruza la gran nube de cometas que rodea al sistema y atrae una lluvia de roca y hielo sucio a las vecindades de este mundo, un granizo que destruye y renueva. Habrá tiempo para advertirles de eso.
—Ya dijimos que no deseamos esperar —dice Reezmi—. Hemos dejado nuestra caravana y no hemos plantado tienda en Tefawa; somos libres. Sólo necesitamos pertrechos. La mujer del espacio ha vivido con ustedes, tiene derecho a su utfir uz tabban, ¿no es así, decidor?
—La mitad, diría yo, para no tirar del brazo generoso de Tefawa —dice Ḍubaaq—. Con la mitad bastará. Zari no ha vivido un año en Tefawa y tampoco está pensando en dejarlo para montar una nueva caravana, ¿verdad, Zari?
—¿Es posible eso?
—Así debe haber sido al principio, y por tanto así sigue siendo, aunque es muy raro —dice Ḍubaaq—. No es poca cosa. No creo que te concedan tu utfir uz tabban completo, todos los pertrechos que necesitarías para vivir por tu cuenta y encontrar un oasis nuevo.
—No está en nuestros planes —dice Reezmi—. Cuando hayamos acompañado a la mujer del espacio, buscaremos Rahru y volveremos con nuestra familia. Entretanto somos arena al viento.
Zari mira con aprensión a los dos jóvenes aventureros. Nadie en Tefawa la acompañará hasta la antena de comunicaciones, ni siquiera Naadu y Sikti, mucho menos en este momento. Los dos siguen conversando un rato con Naadu y Ḍubaaq, haciendo planes, escuchando respetuosamente las opiniones de Sikti, todo ello a gran velocidad y utilizando palabras extrañas, de manera que Zari no entiende qué se está decidiendo por ella. Sólo sabe que no quiere viajar sola por el desierto con dos hombres desconocidos, dos que además se han arrancado voluntariamente de su campamento y su caravana… “¡Ah!”, piensa, “mira qué rápido que te has acostumbrado a la manera de pensar de aquí. ¿Qué tiene de malo que hayan decidido buscar aventuras por su cuenta, en vez de seguir a la caravana?” Nada de malo, desde luego: el individualismo tiene su lugar tanto como la unión de la comunidad en un sistema equilibrado. Eso es lo que le enseñaron a Zari Chevdaran, ciudadana de varios mundos infinitamente más complejos que éste, desde pequeña.
Pero aunque Reezmi y Ruwwa sean dos ejemplos de individuos luchando valerosamente por una extraña en dificultades y contra la inercia de la masa, siguen siendo dos hombres jóvenes, y ella una mujer.
Sikti se aparta de los otros y se sienta a su lado en la litera.
—No podrás irte hasta pasado mañana, por lo menos —dice en voz baja—. Y cuando vuelvas tendrás que buscarnos más lejos al sur. No te preocupes. Mi padre conoce el camino.
—¿Tu p…?
—Él irá con ustedes. ¿Crees que estamos locos acaso?
—¿No confías en ellos?
—No tengo motivo para desconfiar —replica Sikti—, pero hasta allí llego.
—¿Y tu padre…? ¿Cómo sabes que vendrá, que no prefiere seguir a la caravana?
—Los decidores de leyendas no están atados a las caravanas.
Ḍubaaq levanta la vista y la conversación de los hombres se interrumpe.
—No sé qué te estará diciendo de mí mi hija —dice—, pero todo lo que tengas que saber lo averiguarás durante el viaje.
—Creo que podemos conseguir utfir uz tabban para ti —dice Naadu—. Completo. Cuando vuelvas tendrás que trabajar extra para ganártelo. Algo más cansador que tejer canastas, me temo.
Zari sonríe. Los dos jóvenes sonríen también, primero con una media sonrisa, una insinuación en las comisuras de los labios, y después (un poco embobados, piensa Zari, divertida), con todos los dientes. Tiene miedo aún.
Las bestias de acero son antiguas. Todo el mundo sabe que lo son, no porque estén gastadas (no lo están) sino porque nadie jamás ha visto una nueva. Gente ignorante de su historia, gente sin leyendas, podría haber intuido que las bestias de acero son seres vivos, pero a continuación habría tenido que concluir que son los únicos seres vivos inmortales. Y en la confusa mitología de las caravanas incluso los ángeles y los demonios son mortales.
Las bestias de acero no mueren y en apariencia nunca dejan de funcionar, aunque siempre hay alguien que cuenta de una vez en que precisamente eso le ocurrió a la bestia de acero de un pariente lejano. A veces se pierden, pero eso es casi tan raro, especialmente porque si su jinete muere, la bestia de acero sabe, de alguna manera, que debe volver al último oasis por donde pasó. (De ahí que los ancianos de Tefawa no estén tan preocupados por cederle una bestia de acero a la mujer del espacio.)
En Tefawa hay una bestia de acero cada tres personas, más o menos. Una sola puede transportar a dos adultos y un niño pequeño, pero generalmente sólo las usan los viajeros solos y las personas ancianas o con problemas para caminar. Las bestias pertenecen a todos y a nadie, y no se niegan a quien las necesita, pero es la primera vez en la memoria de los ancianos de Tefawa que se le entrega una de ellas a una mujer extranjera que no se ha ganado su confianza.
Los jóvenes de Tefawa dejan un rato las tareas del fin de año para despedir a la mujer del espacio. Los hombres desconfían de ella un poco: es atractiva en su extrañeza y los pone, como suele ocurrir en estos casos, a la defensiva, pero no se puede decir que les alegre verla irse, sin fecha cierta, justo en el momento crucial del cambio, y para peor acompañada de dos audaces venidos de lejos. Las mujeres adoran a Zari, aunque unas pocas suspiran de alivio y hablan entre sí sobre la normalidad que vendrá, sobre el reinicio de la caravana que todo lo renueva y que borra los sobresaltos del año anterior.
Las tiendas más grandes, los depósitos, ya están a medio desmontar; quedan las tiendas-vivienda, reducidas a su mínima expresión. La arena del pasillo principal está revuelta y poceada, un desorden que nadie se molesta en componer y que el viento cubrirá en un día una vez que Tefawa deje de existir. Por allí pasan en fila el decidor de leyendas, la mujer del espacio y los dos aventureros, cada uno montado, con su carga en alforjas sujetas a los lados de la bestia.
Ḍubaaq Sekeb encabeza la procesión, luciendo casi orgulloso. Es viejo y sabe que el viaje será cansador, pero hace mucho tiempo que no va a la busca de algo nuevo, y un decidor de leyendas que se limita a plantar su tienda en un oasis tras otro para repetir sus historias a cambio de comida es uno que ha perdido entusiasmo en su tarea. Alguna vez el decidor debe salir al desierto, piensa, y buscar leyendas nuevas.
Zari marcha en su desacostumbrado vehículo, observando con cuidado sus juntas, sus superficies, el material brillante y duro que lo forma; su mente trata de mantenerse ocupada examinando ese testimonio de la durable tecnología del Milenio Cuatro, y esquivando de paso las miradas de la multitud. No hay marcas de fábrica, no hay fechas: máquinas para la eternidad, o más bien, para el olvido del tiempo.
Reezmi y Ruwwa cierran la pequeña caravana. Como al llegar, como en el semicírculo de los ancianos, Reezmi hincha el pecho y mira hacia adelante con la mandíbula cerrada con fuerza, un gesto que no engaña a nadie. Ruwwa observa y aprende y no imita esa postura que no lo convence ni siquiera a él; le sonríe a las muchachas e inclina la cabeza cuando pasa delante de Naadu y Sikti.
La procesión se detiene un momento allí; Sikti despide a Zari de su tienda, de su hogar, con un cuenco de agua fresca, y Naadu la bendice y la conmina:
—Nos encontraremos en Tefawa.
Ḍubaaq saluda también, y después susurra las palabras al oído metálico de la bestia, que se pone en marcha de nuevo, con un paso lento y deliberado. Van al oeste y un poco al norte.
—Míralo —dice Ḍubaaq al cabo de un rato, cuando han subido la cuesta de la primera gran duna. Se vuelven y contemplan el oasis. Un puñado de tiendas, una mínima trama de canales, unos cuadrados de siembra ya recogida, secada y guardada.
El sol ya brilla muy fuerte en sus ojos. Le dan la espalda.
A través del vacío
La mujer del espacio trata de explicarle a los hombres del desierto cómo es viajar en el largo sueño, suspendida en el tiempo, entre las estrellas. Como al comienzo, Ḍubaaq descubre que pueden entenderse más fácilmente en la lengua de las leyendas. Los jóvenes hermanos parecen incómodos, pero al cabo de poco tiempo resulta casi natural que de tales temas se hable en tal lengua.
—He visto cómo en Tefawa algunos usan las flores del fezza… ¿es ése el nombre?… para dormir —dice Zari.
—En efecto —dice Ḍubaaq—, pero aún con el fezza quien ha dormido lo que necesita dormir termina despertando y ya no puede conciliar el sueño.
—En Rahru —interviene Ruwwa— los doctores mezclan las flores del fezza, trituradas, con el jugo del bratii, para calmar los dolores. Y si bebes un poco de más, te duermes, aunque antes estés descansado, y no despiertas por un buen rato, aunque te corten con un cuchillo. Eso es lo que hacen los doctores cuando tienen que cortar un tumor.
—Eso y más, seguramente —dice el decidor—. Los doctores tienen sus métodos. ¿Es eso lo que hacen en tus naves, Zari?
—Algo así, pero con gran cuidado. Lo hacen máquinas, que meten… pinchan… —Zari no conoce la palabra para “inyectar”, pero los otros comprenden, en apariencia—… en las venas, aquí, y meten una gota, luego otra, y así, muy despacio, durante todo el tiempo que haga falta. Y otras máquinas se encargan de meter en el cuerpo el agua y las… eh… ¿sales?… la sal, el azúcar, las ¿esencias? de lo que uno comería si estuviese despierto.
Reezmi frunce el ceño, quizá disgustado por la idea.
—¿Y no tienes miedo de que las máquinas fallen?
—Las máquinas fueron hechas por personas como las que fabricaron las bestias de acero que ahora estamos montando —dice Zari.
Reezmi asiente.
—Y esas personas, ¿dónde viven? ¿En las naves que van por el vacío?
—Algunas sí. Otras viven en mundos como éste… O distintos a éste, pero en tierra firme, quiero decir.
—Ésa es una expresión de tu propia lengua, “tierra firme” —observa Ḍubaaq—, y parece que te gusta la idea, ¿no? ¿Por qué estabas en una de esas naves?
—Es difícil de explicar… Yo iba de un mundo a otro, para poder ayudar a la gente de éste último con lo que había aprendido. Estudié bio… ah, no sé cómo… estudié cómo funcionan las cosas vivas, cómo se relacionan. Cada mundo es diferente y las cosas que viven en él también, pero se parecen en algunas cosas… En el mundo donde yo iba hay pocas cosas vivas, el aire es débil… eh… no es bueno para que crezcan las cosas, el suelo es malo. Pero se puede cambiar eso. Yo iba a ayudar a cambiarlo.
—¿Como cuando irrigamos y luego plantamos cosas cerca de los canales, para ir frenando las dunas? —pregunta Reezmi.
—Vi eso en Rahru —interrumpe Ḍubaaq—, hace decenas de años.
—Ha avanzado mucho —dice Reezmi—. Somos cada vez más. Más jóvenes, más hijos.
—Menos viejos, también, me imagino —dice Ḍubaaq.
—Siempre me pareció que había pocos niños y jóvenes en Tefawa —interviene Zari—, y mucha gente mayor. Tuve… me dio vergüenza preguntar a las mujeres qué… eh… cómo hacían.
Zari tiene implantado, como todos los navegantes regulares del espacio, un pequeño dispositivo de función anticonceptiva. No ha dicho nada a nadie sobre esto. En el tiempo que pasó en Tefawa sólo un par de veces se habló de embarazo o de niños.
—Entre mujeres no hay vergüenza para esas cosas —dice Ḍubaaq—. Conocen las maneras.
—Yo seré padre dentro de un año —dice Reezmi, como si fuese feliz de pronto.
—¿Ustedes… eh… cómo?
—¿Cómo qué, Zari?
—Las mujeres de Tefawa, ¿toman alguna cosa para no quedar embarazadas?
—¿Por qué lo harían, Zari? —pregunta Ḍubaaq—. Bueno, a veces una mujer corre riesgo sólo por estar embarazada, y si no puede interrumpir el embarazo por su cuenta hay maneras de…
—¿Por su cuenta?
—Sí, como… Por su cuenta —dice Ḍubaaq, genuinamente perplejo—. Pero es muy raro que… ¿estás bien, Zari?
—No sé si entiendo bien tus palabras, Ḍubaaq Sekeb —dice la mujer del espacio—. Entre nosotros… bueno, en los mundos las mujeres se quedan embarazadas sin desearlo, a veces, y entonces puede ser un problema interrumpir…
—¿Sin desearlo, cómo? ¿Quieres decir que se arrepienten? —pregunta Ruwwa.
—No, no. Sin desearlo… Como cuando uno se… contagia de algo.
—Hay que hacer algo más que estar junto a un hombre para “contagiarse” un embarazo, mujer —dice Reezmi, sonriendo con su sonrisa a medias.
Zari frunce el ceño.
—¿Vas a decirme que en este mundo un hombre nunca… nunca fuerza a una mujer?
—A veces sí, Zari —dice Ḍubaaq—. Pero eso no tiene nada que… ¡Oh! ¡Oh! —Hace silencio y se lleva una mano a la frente—. Sikti me dijo que una vez observaste que había pocos niños en Tefawa. Tal como ahora. Y te sorprendió un poco cuando te explicamos que ningún niño, casi, nace antes o durante una caravana. ¿Qué creíste que hacíamos con los niños?
—Nunca supe nada y no pregunté más, Ḍubaaq Sekeb. Supuse que tenían algún… secreto, o algún truco. En otros mundos las mujeres toman drogas para no embarazarse, pero aquí no hay tales drogas, no son sencillas de fabricar, no son como los jugos para dormir…
—¿Drogas para no embarazarse? —pregunta Ruwwa.
—Los hombres también usan drogas —dice Zari—. O si no hay de ellas, se… se colocan algo para evitar…
Los tres hombres la miran con una mezcla de angustia y desconcierto que se resuelve, un segundo después, en risas.
—No quiero ni pensarlo —dice Ruwwa, echando una mirada hacia abajo con un gesto de cómico disgusto.
—Tuve que hacer todo tipo de cosas por mi mujer —dice Reezmi—, un año entero, para convencerla de concebir un hijo mío. No es justo, ¿eh?
—¿Hubieses preferido embarazarla sin su consentimiento? —pregunta Zari, agitada.
—No puedes usar el verbo “embarazar” de esa manera, Zari —dice Ḍubaaq. Mira a Reezmi, que se ha puesto rojo—. No, no. Aquí no existe esa posibilidad. No es fácil para una mujer quedar embarazada en este mundo, aun si lo desea. No puedo imaginarme cómo será en otros mundos. Habrá muchos niños.
—Muchas mujeres con niños —dice Zari—. Solas con ellos.
En este mundo apenas hay animales que lleguen a la rodilla de un ser humano, apenas unos pocos se acercan a los oasis, apenas ninguno carga con las crías dentro de su propio cuerpo. Estos hombres no entienden, no pueden jamás ver, la guerra de los sexos. Tampoco las mujeres. Felices de todos ellos, piensa la mujer del espacio.
El segundo día el paisaje cambia sutilmente, aunque Zari no puede percibirlo sin que los demás se lo señalen. Hay grandes rocas entre las dunas, y hacia la tarde marchan a lo largo de un desfiladero. Al caer la noche la luz del sol blanco ilumina el final, unos acantilados que caen y se desmoronan hacia una gran planicie barrida por el viento, donde la arena se mezcla con sal.
Los hombres no han mencionado el tema de los niños. Los más jóvenes parecen un poco avergonzados, como si hubiesen descubierto una rara enfermedad en Zari, un estigma en su cuerpo. El decidor de leyendas guarda silencio para no perturbarla, y la observa de soslayo cada pocos minutos. Hablan poco; el viento, que reseca las gargantas y cuartea los labios, no favorece la charla.
Cuando el sol blanco se pone, detienen las bestias de acero y Zari se pone a hacer un fuego con Ḍubaaq, mientras los otros dos hombres preparan las pequeñas tiendas del utfir (tres, porque los hermanos duermen juntos). El decidor de leyendas espera que las primeras ramitas comiencen a arder y pregunta:
—¿Tienes miedo, Zari? Por lo que nos contaste ayer. De que un hombre pueda… forzarte.
—No tengo miedo. Sé defenderme. Tenía un poco de miedo al partir, porque no conozco a estos dos. Ni siquiera te conozco bien a ti, Ḍubaaq Sekeb. Pero no tengo más miedo que el que tenía antes, cuando vivía en Tefawa.
—Miedo a que te rechazaran.
—Miedo a que me llevaran y me dejaran a morir en el desierto, donde me encontraron.
—Sí. Eso pudo haber ocurrido, ¿sabes?
—Ustedes… tú no tienes miedo del desierto… de lo que se puede encontrar. Los “engaños”, como les dicen. Y estos hermanos tampoco.
—No estés tan segura. Pero no, yo no temo. Los engaños del desierto son fugaces y astutos y no saben fingir; sus disfraces caen enseguida.
—¿Por eso supiste que yo no era un engaño?
—Sí, por eso fue.
—¿Cómo sabes que existen?
—Yo vi uno, una vez. Tenía aspecto de mujer, pequeña y bonita, y siempre estaba un paso más lejos de lo que parecía. Fui a buscarla y caí en una trampa de arena. Resbalé, casi quedo enterrado.
—¿Y nunca has tocado uno? ¿Nunca has estado cerca para tocarlo, para hablar con él o ella?
—Una vez, creo, pero bien pudo ser un sueño. Éste era como un hombre y se parecía a mi padre, pero hablaba en una lengua que no reconocí… No estoy seguro. Algunos creen que los engaños del desierto son supersticiones. Yo creo que la mayoría de las veces lo son. Pero rara vez es sencillo decidirlo.
El fuego ha crecido; los leños —las raíces tubulares resecas del erit— argen con fuerza. Los dos hermanos se acercan y ayudan a preparar la comida. En el desierto y lejos de las caravanas, las mujeres comparten de buen grado esta tarea con los hombres. Zari no sabe cocinar muy bien, además, y aquel lugar no es su tienda, no es Tefawa: es como el vacío, donde no hay arriba ni abajo y lo único cierto es el fuego que calienta, la luz que se va moviendo entre los mundos.
Las bestias de acero no van mucho más rápido que un hombre a pie, pero un hombre no puede caminar todo un día y parte de la noche sin descanso. El paisaje vuelve a cambiar, la planicie se vuelve un pedregal, el pedregal se llena de arena de un color ceniciento. Un cono volcánico gastado por los eones asoma en el horizonte.
—Aquella montaña de allá es Mizd-Darṣi —dice Ḍubaaq, señalando y de manera que todos lo escuchen—. Si siguiéramos por el camino que pasa al sur llegaríamos a Ussiit en un día y medio. Iremos por el que va al noreste.
Hay nubes blancas y grises sobre Mizd-Darṣi, ocultando los bordes del gran cráter, y bajo ellas se adivinan, más que verse, unas líneas y manchas blancas que relumbran al sol.
—En la cima de Sirram, a medio día de Rahru, he visto la nieve y el agua que baja cuando la nieve se derrite al sol —dice Reezmi—. ¿Crees que lo veremos aquí?
—Eso espero —dice el decidor.
Es el atardecer del tercer día. El pequeño sol blanco sale cada día un poco más temprano y se pone también antes. Falta poco para el día de año nuevo, en que los dos soles cruzan el cielo casi a la par y se ponen juntos. El sol anaranjado ya tiñe los picos de Mizd-Darṣi y los bordes de las nubes del color del cobre, a contraluz; a medida que cae la noche, la plata le gana al cobre, haciendo destellar la nieve en lo alto, hasta que desaparece también. Los tres hombres y la mujer del espacio acampan a la alta sombra del volcán.
Un arroyuelo baja por la ladera y tortuosamente corre entre las piedras resecas, muriendo una muerte rápida. Para los hombres del desierto un gran río correntoso no sería menos maravilloso. Llenan sus cantimploras, beben hasta saciarse, se lavan la cara y se arrojan agua en los cabellos.
Zari sube por la cuesta; para los otros, es una mancha blanca que oscila en la oscuridad cada vez más profunda, desapareciendo y volviendo a aparecer entre peñascos y arbustos. Cuando juzga estar lo suficientemente lejos, se quita la ropa polvorienta y se lava el cuerpo. No hace frío aún; la arena y las piedras devuelven todavía el calor del día al aire. Un movimiento, algo como un chasquido, la alertan. Algo —que puede ser un animal redondo y duro y lleno de patas o una mata de arbusto móvil— pasa por su lado, la percibe, huye con un traqueteo. No es nada. Los hombres de Tefawa arrean unos animales parecidos, unas de las pocas fuentes de carne, hueso y cuero en este mundo. Se seca a la brisa, se pone con algo de disgusto la ropa, y baja al campamento.
Los hombres más jóvenes están hablando de mujeres y de hijos. Reezmi contiene su lengua instantáneamente al ver venir a Zari, pero Ruwwa sigue diciendo:
—Quiero tener tres, por lo menos. Claro que para eso primero tengo que encontrar una mujer disp… —Calla entonces, como si hubiese dicho algo inapropiado. Zari se siente sumamente incómoda.
—No lamentes haber preguntado —dice Ḍubaaq—. Vienes de un lugar distinto. Nunca pensé que podría ser tan distinto; de lo contrario te lo habría explicado antes.
—No es nada —dice Zari—. Estoy pensando en el tiempo que deberé pasar aquí en este mundo, incluso si vienen a buscarme.
—Podrías… Podrías buscar un hombre, ¿no? —dice Ruwwa. Ya no enrojece como otras veces, pero duda. “¿Pensará que soy de una especie distinta? ¿Una especie de monstruo?”, piensa Zari.
—Podría —responde—. Podría. Pero…
—Pero si tuvieses un hijo aquí…
—No tendré un hijo aquí. No puedo tenerlo. —Listo: era lo que tenía que decir, y mejor que lo hubiera dicho al fin—. No puedo tener hijos a menos que un doctor… hmm… un doctor tiene que hacer algo para que yo pueda concebir.
—¿Estás enferma? —pregunta Reezmi.
—No. Es una pequeña máquina dentro de mi cuerpo, que se encarga de que yo no tenga hijos. No puedo… apagarla, decirle que pare. Es una precaución, porque no es bueno concebir hijos en medio de un viaje, donde pueden ocurrir accidentes. Como en mi caso.
Los hermanos ponderan esta revelación.
—Entonces, si tuvieses un hombre, no podrías darle hijos —dice Ruwwa—. Aunque quisieras.
Zari no responde. Ignora aún las tradiciones de estas tribus, ignora si la esterilidad es vista como una maldición o como una simple molestia, ignora si un hombre de este mundo (un hombre común, no un ser excepcional) puede aceptar a una mujer que no puede darle hijos. Ella misma no había pensado en tener hijos sino como en una posibilidad lejana, una vez establecida en su tarea en un mundo con el mismo nivel tecnológico que la nave que la llevaba, al menos; aquí en este hiato en medio del vacío y de la arena, el no poder concebir se ha vuelto —sin que diese cuenta— un asunto central. Se descubre soñando cómo sería atarse a una familia, pisar la tierra firme en compañía, marchar en la caravana y no sólo a un lado de ella.
Ḍubaaq dice algo, una excusa que ella no escucha. Echa unas ramitas innecesarias al fuego. Los otros, confundidos, se levantan para ir a buscar la cena.
La antena descansa sobre una prominencia rocosa. El “gran cuenco”, un paraboloide de revolución de unos diez o doce metros de radio, mira al cenit. El metal brillante está cubierto por una fínisima capa de arena, granos del tamaño del polvo. Bajo la antena hay una estructura cilíndrica, con unas pocas ventanas oscuras, que en un mundo distinto podría confundirse con un edificio de apartamentos de tres pisos. La roca fundamental tiene la forma de un yunque, carcomido todo en torno a su base por los milenios de arena y viento.
La mujer del espacio les muestra a los tres hombres el pequeño receptor de radio, del que no se ha separado en ningún momento, y les hace escuchar el bip del radiofaro de la antena. Ellos ya no se asombran, naturalmente, porque la han visto consultarlo, pero sí quizá un poco al comprobar que, en efecto, los bips no son simples ruidos, el equivalente del movimiento de la aguja de una brújula, sino la llamada del gran cuenco.
Unos escalones de piedra ascienden a la plataforma. No es la roca rojiza del desierto, ni el basalto del volcán ni el granito de sus laderas. Tiene el aspecto de un material artificial. Poca gente viene aquí y nadie ha podido tallar estos escalones, que la erosión desharía —si fuesen de materiales naturales— en pocos cientos de años.
La puerta no tiene nada de particular. Mide dos metros de altura, está un poco hundida en su marco; hay un picaporte y una oquedad con la forma de una mano (derecha) sobre él. Zari gira el picaporte y empuja con la otra mano. Por un instante teme que los antiquísimos mecanismos hayan fallado, pero la puerta sólo opone resistencia durante unos segundos, como si quisiera comprobar la determinación de la mujer a entrar. Luego se hunde un poco y se retira hacia la izquierda con un susurro.
—¿Quieres que esperemos afuera? —pregunta Ḍubaaq, de pronto y por primera vez sintiendo algo semejante al miedo. Trata de que parezca un gesto de cortesía. Zari así lo entiende: a fin de cuentas, esto es más territorio suyo que de ellos. Pero las antenas de comunicaciones depositadas por los robots exploradores del Milenio Cuatro son propiedad de toda la humanidad.
—Esta casa es tuya —dice Zari, sonriendo en medio del gesto formal. Entra y espera que los demás la imiten.
Están en una pequeña salita o antecámara; un muro transparente los separa del gran espacio circular central. Se han encendido unas luces blancas. La puerta exterior se cierra; un zumbido de maquinaria y una leve corriente de aire los alertan de que la arena y el polvo que han entrado con ellos están siendo absorbidos y arrojados de nuevo afuera.
Zari desconoce la fuente de energía utilizada en esta instalación particular. Puede tratarse de isótopos radiactivos de larga vida media, o de energía geotérmica extraída por una profunda perforación en el suelo del desierto, o una combinación de éstas y otras. La tecnología del Milenio Cuatro, enviada con prisa a buscar un sitio para la humanidad entre las estrellas y esperarla llegar, fue hecha para resistir, como animales preparados para un invierno posiblemente sin fin.
—¿Cuánto tiempo hace que nadie entra aquí? —pregunta Reezmi, pasando las puntas de los dedos por las paredes, más para sí mismo que reclamando una respuesta.
El muro de vidrio se descorre. Entran a la gran sala de comunicaciones.
—Te lo diré en cuanto lo sepa —responde Zari, observando ávidamente los controles.
El piso es de pequeñas baldosas hexagonales, formando un patrón casi floral, el centro azul, los pétalos de un rojo desvaído. Las paredes, negras, son casi invisibles en la luz tenue, que brota de unos paneles luminosos en las alturas, suspendidos de cables invisibles. El espacio circular está dividido en cuatro cuadrantes; en cada arco se alinean sillas tapizadas de un material blando y cálido, como un cuero opaco, de color verde, frente a pantallas de vidrio negro translúcido, que están encendiéndose en ese mismo momento: finísimas líneas blancas dibujan los contornos, cuadrículas punteadas, discretos números.
Los símbolos implantados en la memoria de la mujer del espacio despiertan y reclaman su atención. Observa las pantallas, buscando. Reconoce los números, unas pocas de las letras; la mayor parte del “texto”, sin embargo, está codificado, grandes bloques de ideogramas con decenas de trazos, filigranas de información. Acerca los dedos a uno, a otro, los va moviendo y acomodando. Tiene muchas preguntas que hacer.
—¿Cómo hablas con estas máquinas? —pregunta Reezmi. Es el único de los tres que se ha atrevido a acercarse y asomarse por sobre el hombro de Zari; los otros dos miran a su alrededor con el aire de quien ha entrado a un mausoleo.
—Hablar me gustaría, pero no hablamos el mismo idioma —explica—. Las lenguas cambian con el tiempo, y ha pasado mucho tiempo desde que estas máquinas fueron instaladas aquí. Estos símbolos, en cambio, fueron hechos para durar. Ahora estoy haciendo la pregunta que me hiciste al entrar.
Cuatro símbolos se alinean en la cuadrícula de la pantalla. La máquina intercambia de lugar un par: un error corregido automáticamente. Zari presiona un símbolo más y la respuesta aparece sobre él.
—152… 514… 623… 691 —lee Zari. Presiona otro símbolo y los números se acortan—. Cuatro mil ochocientos treinta y tres años estándar. Poco más de… unos diecinueve mil años de este mundo.
Los otros se sobresaltan.
—Una época que nadie recuerda, excepto en las leyendas —dice Ḍubaaq.
—¿No tienen fecha tus leyendas?
—Nunca.
—Alguien que sabía cómo entrar y cómo operar estas máquinas entró aquí hace todo ese tiempo, y no fue una leyenda. Una persona, dice la máquina, una sola. Es una lástima que no podamos saber su nombre, ni ver su rostro.
—¿La máquina puede memorizar nuestros rostros? —pregunta Ruwwa.
—Veremos. —Otros símbolos aparecen en la pantalla y Zari los mueve, los borra, negocia con ellos—. Vamos, vengan aquí ustedes dos, y tú, Reezmi, mira aquí. La máquina nos está viendo y escuchando. Soy Zari Chevdaran. Partí hace…. hace más de un año estándar desde el mundo de Zimail, con destino a Hespyerin, en la Vendig Vara, nave registrada en Zimail, designación 52273149. Ocurrió un fallo catastrófico seguido por expulsión controlada de cápsulas de escape. Llegué sola a este mundo. Mi reentrada fue fallida. Sufrí golpes menores, pero me recuperé gracias a la gente de la caravana de Tefawa, a Naadu y Sikti. Estos son mis compañeros de viaje, que me han ayudado a llegar hasta aquí.
Hace que los tres hombres se presenten.
—Ahora somos parte de las leyendas del futuro —dice Ḍubaaq.
Enviar el mensaje que Zari vino a enviar es un poco más complicado.
—Primero voy a enviar todos estos datos a Hespyerin, que es el mundo a donde me dirigía —explica—. No hace falta que explique mucho sobre dónde estoy, porque la máquina lo hará por mí. —Compone un corto mensaje con símbolos y vuelve a decir su nombre. Se escucha un zumbido y una levísima vibración.
—¿Qué ocurre? —pregunta Ḍubaaq.
—El gran cuenco se está moviendo. Es la primera vez en mucho tiempo… Espero que todo funcione como debe.
Un par de minutos después la pantalla brilla con nuevos símbolos. El mensaje ha sido enviado. Tardará unos nueve años estándar en llegar a destino.
—Son treinta y seis años de los nuestros, ¿no? —dice Reezmi—. ¿Tan lejos están los otros mundos?
—Éste es uno de los más cercanos. Bien, eso ya está. Ahora debo recordar cómo hacer esto… La antena… el gran cuenco debe apuntar adonde uno desea comunicar. El mundo Hespyerin está siempre más o menos en el mismo lugar y la máquina lo conoce. Pero no puede saber dónde están mis compañeros, si es que huyeron; cada uno puede haber ido en diferentes direcciones. Incluso puede ocurrir que alguno haya caído aquí mismo, en este mundo, pero al otro lado del desierto, o en el mar. Entonces debo decirle al gran cuenco que transmita mi mensaje en todas las direcciones.
Zari sabe que la gran antena tiene un componente omnidireccional, que se utiliza, por ejemplo, para el radiofaro. Pero su potencia es minúscula comparada con la que necesita para un mensaje a distancias interestelares. Debe programar la antena para que emita un haz de señales compacto, repetidas veces, a lo largo de varias trayectorias probables, que divergen desde del punto aproximado del desastre que la forzó a escapar de la nave. Concentrada en los comandos, no puede explicarle estas cosas a los hombres del desierto, que la contemplan (imagina) como quien observa a un brujo trazar símbolos en el suelo.
Los dos hombres jóvenes pronto se aburren de este ejercicio que no comprenden. El decidor de leyendas continúa observando, las preguntas agolpándose en su cabeza. Le viene a la mente la leyenda en que el recurrente personaje de Tibni Aḍḍaz se encuentra con quien cree que es un mago o un dios, y resulta gravemente herido en su orgullo cuando el mismo “mago”, tras estafarlo, le revela el engaño: “He construido una máquina tan complicada que a tus ojos su funcionamiento ha parecido magia.”
Una exclamación ahogada de Zari lo saca de estas meditaciones.
—¿Ocurre algo?
—Esto… Esto, aquí —dice Zari, señalando la pantalla, donde un grupo de símbolos acaba de aparecer por sobre los que ella ha estado trazando—. Luego del primer mensaje, la máquina quiso mostrarme algo; lo aparté, era muy complicado para leerlo. Lo he abierto. Es un mensaje… un mensaje para mí.
—¿Para ti? ¿Cómo?
—No lo había pensado —dice Zari, ignorándolo, mientras se lleva los dedos a la sien—. No lo había… Desde el principio pensé en venir hasta aquí para enviar mi mensaje, ¿sabes? No pensé en otra cosa. Pero esta antena… el cuenco, ya sabes, no sólo habla, también puede… oír, y memorizar lo que ha oído y después repetirlo. La máquina dice que oyó algo hace unos cuantos días y que es para mí. La fecha… es… es de un poco después de mi llegada a Tefawa. Si pudiera interpretar todos los símbolos…
—¿Tus compañeros de caravana? —pregunta Ruwwa.
—Algunos de ellos, según parece. ¡Oh, qué alegría! Quiere decir que están vivos… No saben dónde estoy, quizá lo imaginen. Deben haber enviado el mensaje hacia todos los mundos cercanos.
Si el equipo de comunicaciones de la cápsula hubiese sobrevivido al impacto, piensa Zari, lo habría recibido enseguida.
—¿Por qué no te enviaron un mensaje en tu propio idioma? —pregunta Ḍubaaq.
—Porque los símbolos que utilizan los equipos son más precisos, más sencillos de transmitir, y cualquier máquina puede entenderlos. Tenían que asegurarse de que la máquina guardara el mensaje y supiera a quién entregárselo.
Retoma el mensaje que estaba componiendo, agregando unos pocos símbolos nuevos, y lo marca como respuesta al que la máquina le ha mostrado. Unos pocos minutos después perciben de nuevo la vibración de la estructura. La gran antena se está reorientando. Las luces parpadean brevemente y bajan de intensidad. Las reservas de energía del equipo de comunicaciones, largamente acumuladas, se vacían a gran velocidad, a medida que la antena envía megavatios y megavatios de ondas de radio hacia el espacio. Está hecho.
Zari sigue manipulando las pantallas. Símbolos cada vez más complejos aparecen y desaparecen. Toda la información que el entrenamiento pseudohipnótico ha impreso en su memoria está fluyendo hacia su mente consciente. Los hombres del desierto dan un paso atrás, asustados. Las luces se vuelven mortecinas y en la penumbra la mujer del espacio es como una estatua de piedra, sus ojos la única parte viva que queda, brillantes a la luz reflejada de las pantallas, como gemas líquidas. Las manos se crispan y al cabo de unos instantes vuelven a la pantalla.
La mujer se vuelve, pero no los mira. Pasa por delante de la pantalla y va más allá, hacia una de las paredes. Unos controles luminosos aparecen donde ella posa su mano; un movimiento, y parte del suelo se abre. Baja por allí; una escalera curva la lleva a una cámara circular bien iluminada. Ruwwa corre hacia la abertura, baja tras Zari, casi choca con ella. Como arriba, hay cuatro cuadrantes, cada uno igual a los otros; en cada uno hay una especie de armario de metal semitransparente, unas curiosas máquinas y un como ataúd de metal, abierto. Hace frío, un frío que no es natural, y el joven tiembla.
—¿Cuánto…? Zari. ¡Zari, mujer! —exclama, tomándola del brazo, preocupado. La mujer del espacio se vuelve hacia él—. ¿Cuánto dijiste que tardaría tu mensaje en llegar al mundo más cercano? ¿Treinta y seis años?
—De los de aquí —dice Zari. Observa que Ḍubaaq y Reezmi, preocupados, han bajado tras Ruwwa, y se apiñan en la escalera—. Bajen, bajen. Pueden verlo. No sabía que esto estaba aquí. Lo sospeché, pero no estaba segura y no quise alimentar esperanzas. —Señala los fríos ataúdes—. Nueve años estándar tomará mi mensaje en llegar. Quizá el otro mensaje llegue a alguna nave en tránsito, más cerca. Mis compañeros no pueden estar tan lejos todavía, quizá podrían recibirlo en menos de un año estándar. Nuestras naves no son ni con mucho tan rápidas como las ondas de radio… como la voz del cuenco, ¿entienden?
—Entonces, si reciben el mensaje dentro de un año de los tuyos, ¿no tardarán un año en volver a buscarte? —pregunta Reezmi.
—No. La radio, la voz que sale de la antena, es veinte veces más rápida que la más rápida de las naves. Por eso dormimos. Por eso tengo que… dormir. No puedo esperar tanto.
Zari toca uno de los armarios; la superficie translúcida se oscurece y unos símbolos y letras de la lengua estándar aparecen en un recuadro. Zari escribe allí su nombre y programa su largo sueño. Esto no es nuevo para ella y sólo toma unos minutos.
—No puedo volver con ustedes —les dice, innecesariamente, a los hombres—. Me habría gustado. Ḍubaaq, dale mis saludos a Sikti, dile que le agradezco que me haya acogido en su casa. A Naadu también, por no haber tenido miedo de mí cuando me encontró en el desierto. Bueno, ya sabrás qué decirles a todos en Tefawa.
—¿Por qué no puedes quedarte un tiempo? —pregunta Ruwwa, en voz más alta de lo necesario, tanto que él mismo parece sorprenderse—. Si vas a dormir tanto tiempo, ¿qué diferencia hacen un año o dos?
—Tengo un poco de miedo, Ruwwa —dice Zari—. De acostumbrarme. Ustedes no viven mal aquí, pero yo no soy de este mundo. No sería bueno para mí. Tengo… mi caravana, mi caravana que me ha dejado atrás, pero voy a esperar que pasen por mí. Es lo mejor.
—Es tu elección, Zari —dice Ḍubaaq—. Aquí tienes a tres de nosotros que hemos renunciado a la caravana: yo para siempre, estos dos por un año al menos, aunque con un hijo y una esposa quizá Reezmi pierda ese gusto por la aventura, y si Ruwwa pretende tener al menos tres hijos, ¡ni hablar…!
—No moriría por no tenerlos —dice Ruwwa, bajando la cabeza—. Si eso tuviese que hacer para… para librarme de ir cada año tras la misma gente.
Zari enrojece; no es eso lo que Ruwwa ha querido decir. No tiene sentido prolongar más la despedida. Abre el armario y toma de allí ropa limpia, de un material especial, el atuendo de los que duermen el largo sueño. Tiene quizá diez mil años almacenado allí, pero no es muy diferente al que usaba en la nave, al que usó en la cápsula, y esa familiaridad le ayuda a calmar sus nervios antes del final. Se aparta unos pasos, se vuelve, se quita la túnica manchada de arena y se reviste, mientras los hombres miran estudiosamente al piso o el techo.
—¿Se quedarán un momento? Voy a dormir muy pronto.
Los tres hombres asienten.
—¿Cuánto tiempo? —pregunta Ruwwa.
—Lo menos posible, esta vez —dice ella—. Si alguien viene por mí, me despertará, pero estoy ansiosa—. Veinticinco años estándar, cien de los de ustedes.
—Cien años —repite Ruwwa.
La mujer del espacio ya está acostada en el ataúd frío; las máquinas se han puesto en marcha y varios tubos, como tentáculos con ventosas, se han adherido a la ligera tela que viste; un casco, un hemisferio de trama metálica, brota de la cabecera y se posa sobre su cabeza.
—La máquina los dejará salir. Si alguna vez desean volver a entrar, abran la puerta y… pero no, no creo que sea bueno.
—Ya no nos veremos, Zari Chevdaran —dice Ḍubaaq a la forma semiinconsciente de la mujer, que ya cierra los ojos—. Has sido un regalo.
—Cien años desde hoy —dice Ruwwa—. Adiós.
Reezmi ve que la mujer ya duerme; el pecho le sube y le baja con regularidad. Una cubierta semitransparente se desenrolla sobre el cuerpo, sellando el ataúd.
El decidor de leyendas mira a su alrededor, observando, tratando de convencerse de que la habitación con sus ataúdes abiertos y sus máquinas incomprensibles que vencen al tiempo, esta burbuja fría bajo el desierto, es real: que la mujer del espacio no los ha traído a su propia tumba, que no es —¡ah, qué ironía si lo fuera después de todo!— un engaño del desierto, un fantasma que atrae a los hombres a su perdición. Le cuesta creerlo. Sospecha que ha encontrado una de esas nuevas leyendas que salió a buscar, y que no podrá contarla de otra manera que como se cuentan las leyendas: en una lengua distinta, sin tiempo, la lengua que sostiene a las verdades y a las personas entre las caravanas de la arena y del vacío.
Postfacio
No sabría bien explicar de donde vino La mujer que vino del espacio. El relato iba a ser más corto y tratarse de un accidente, un escape y un rescate, pero obviamente había en mi cabeza otra historia que quería contarse. Quise que la protagonista fuera una mujer, para variar. El aire “beduino” se prestó, espero que sin llegar a la exageración, al empleo de una lengua ficticia con sonido vagamente árabe.
En el fondo La mujer… es una historia sobre los vacíos y sobre la alternancia equilibrada entre cambio y permanencia, sin la cual se acaba en estancamiento o en incomunicación. En la superficie no puedo menos que notar mi obsesión por el desierto, que es el más común de los ambientes en mis cuentos.