Tragedia en familia
Tragedia en familia
Luciano S. Zinni
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    TRAGEDIA EN FAMILIA


    El hombre estacionó su pequeño y viejo auto, el cual emitía sonidos quebradizos y molestos al presionar el freno, y poseía partes con óxido repartidas por todo su cuerpo producto de un desgaste de su pintura de color amarillo apagado y sin brillo alguno. El sol se hallaba en lo más alto del nublado cielo dando las doce del mediodía, escondido entre los mantos grises y amenazantes de lluvia.

    Caminó hasta la puerta de su hogar con pasos lentos y algo desganados. Giró la llave en el cerrojo y estiró su mano para cubrir con sus dedos el picaporte, pero antes hizo una pequeña pausa, de unos tristes segundos, acompañada con un suspiro largo y lágrimas que se escapaban de sus ojos cerrados.

    Adentro lo esperaban su esposa y su hija de tres años, personas a las que él amaba por sobre todas las cosas y por las que daría su vida entera buscando que fueran felices.

    Cuando el ruido de la puerta abriéndose se oyó dentro de la casa, la mujer se acercó a recibir a su marido mientras su hija jugaba en la habitación alegremente. Una gran sonrisa jovial resaltaba en ella, pero se desvaneció a una velocidad impensada cuando observó el infausto y contrastante rostro que padecía él.

    El hombre no manifestó sonido alguno, ni gesto, ni saludo; sólo se limitó a mirarla directo a los ojos, entretanto los suyos propios se humedecían cada vez más. Ella captó el mensaje: algo no andaba bien, de hecho, algo andaba muy, pero muy mal. Un abrazo contenedor le surgió de pronto a ella, el cual su esposo replicó con tanta fuerza hasta el punto de casi lastimarla.

    ―Necesito hablar contigo ―le susurró él al oído.

    Ella, cuyos ojos replicaban los de su marido al invadirlos las lágrimas, lo soltó y se dirigieron al comedor, un lugar alejado para que su hija no escuchara la conversación.

    ―¿Recuerdas que te comenté que hace un tiempo me mataban los dolores de cabeza? ―dijo él. Su mujer asintió con un movimiento lento. Estaba nerviosa por dentro, pero su cuerpo se asimilaba al de una foto ya que se encontraba totalmente estático, esperando lo que su marido le contase―. Bueno, estuve viendo a un médico durante estas últimas semanas y me ha hecho algunos estudios. ―Ella abrió los ojos sorprendida al oír por primera vez tal información―. Resulta…, resulta que… ―El hombre se echó a llorar desconsoladamente―, tengo un tumor en la cabeza… me queda poco tiempo de vida.

    Los sollozos eran incontenibles. La mujer se quedó estupefacta, no sabía cómo reaccionar ante tan trágica noticia. Se puso de pie llorando como nunca antes lo había hecho, y le propinó el abrazo más grande que había dado durante toda su existencia. El marido se recostó sobre su propio brazo que apoyaba en la mesa y continuó sollozando.

    ―Mami, ¿qué ocurre? ―preguntó la hijita sosteniendo su cuerpo sobre el marco de una puerta y con el dedo índice su mano derecha en sus labios.

    La mujer le hizo una seña para que se acercara. La tierna niña le hizo caso y juntas abrazaron a su papá.

    La familia pasó un pequeño rato de esa manera, invadidos por el desconsuelo y la impotencia que generaba la situación.

    Enviaron a la hija a su habitación y la esposa se dirigió al baño para secarse las lágrimas. Se posó frente al espejo y golpeó con su mano el mueble que yacía delante de ella. Deseó con todo su ser tener la capacidad de hablar para ayudar a su marido con mayor ímpetu. Era muda debido a la mala praxis que sufrió durante una operación de rutina hacía un tiempo. Lloró durante unos minutos más. Introdujo su mano en uno de los bolsillos de su pantalón y retiró un test de embarazo que se había realizado minutos antes que su marido arribara. Se quedó pensando si debía comentarle que sería papá por segunda vez, pero al final decidió que no era el momento y guardó otra vez el test.

    El hombre continuaba en el comedor, sólo que un poco más calmado. Se hallaba sentado en una silla esperando a que su esposa saliera del baño.

    ―Vayamos al supermercado, quiero distraerme un poco ―propuso él.

    La mujer asintió y le preguntó con señas, un lenguaje que aún no manejaba del todo bien, si debía hacer una lista para las compras.

    ―Sí, hazla. Y quiero que nos acompañe Sophie. Vayamos en familia que hace mucho que no salimos ―agregó secándose las últimas lágrimas que le quedaban en sus ojos, y en su cuerpo.

    Su esposa estuvo de acuerdo y fue a llamar a su hija.

    En el trayecto al supermercado, que realizaron en su viejo auto, pasaron por una funeraria. La mujer se quedó divagando, su marido no le había dicho cuánto tiempo de vida restante le habían calculado los médicos, pero no estaba del todo segura de querer saberlo. Unas lágrimas le recorrieron su rostro, una vez más.

    Estacionaron el sonoro vehículo en el último lugar y caminaron hasta la puerta, justo cuando el hombre recordó que había olvidado su billetera. Las mujeres de la familia se quedaron esperándolo en la entrada entretanto él regresaba a su auto que se encontraba a unos metros de allí. No pasaba mucha gente, aunque si se podía observar que dentro estaba casi repleto. El marido abrió la puerta y tomó su billetera. Se irguió y se quedó contemplando por unos segundos a sus dos bellas damas, olvidando colocarle el seguro a su vehículo. El amor que le tenía era incalculable, y no era capaz de detener el triste pensamiento de que pronto las abandonaría. Pero, de repente y de la nada, una nube de polvo apareció justo donde se encontraban ellas dos. Una onda expansiva lo arrojó al suelo, golpeando su cabeza contra el mismo. Unos segundos luego pudo incorporarse y observó a un hombre que salía de la polvareda tosiendo y mirando a sus alrededores. Los músculos del marido no le permitían moverse en absoluto. Hizo un esfuerzo descomunal para ponerse de pie y corrió hacia el lugar sin entrar en la nube. Estaba desesperado, la rodeó intentando buscar a su familia tomándose la cabeza, pero no tuvo éxito. Finalmente, cuando no quedó nada de polvo en el aire, pudo comprobar que los cuerpos de las personas más queridas por él yacían inertes y sin vida. Se tiró al suelo y se quebró. Emitió gritos desgarradores, negando lo que sucedía, llorando y moviendo sus manos de un lado a otro convulsivamente.

    No pudo soportar el hecho de que ellas lo habían abandonado antes que él, y que ninguna estaría a su lado durante sus momentos finales.

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    OTRAS OBRAS DEL AUTOR


    Les dejo aquí unos fragmentos de otras obras que he escrito:

    SOSPECHOSO POR SIEMPRE


    Ese maldito detective, Robinson, no me quería escuchar, yo le decía la verdad, pero no podía lograr que me creyera. Me comentaba que tenía pruebas en mi contra, que yo iba a acabar en la cárcel con una condena de cadena perpetua.

    Me mantuve firme, estaba diciendo la verdad, de eso no había duda, al menos para mí. Era evidente que lo único que deseaba el detective era cerrar el caso de manera veloz y ágil, pero para eso necesitaba mi confesión, y yo no se la iba a dar. Al parecer necesitaban un chivo expiatorio, no sé cómo llegaron a detenerme, pero estaba muy enojado y deseaba irme de ahí cuanto antes.

    Continuó interrogándome por un largo rato, no tenía libertad para largarme de allí porque me habían detenido. No pensé que requeriría un abogado debido a que yo no había hecho nada, por lo que no pedí la asesoría de uno. Él quería que de mi boca salieran las palabras «yo lo hice», las cuales no iban a fugarse. Intentó todas las tácticas interrogativas que le habían enseñado, y las que no también procuró ejecutarlas, pero yo me mantuve firme, sin cambiar mi respuesta.

    Se retiró de la sala por unos momentos y regresó con una computadora portátil unos segundos después.

    ―Al parecer alguien ha borrado algunos, seguro que has sido tú, pero este servirá de todos modos. Luego de ver el video pensarás dos veces antes de continuar negando el crimen ―dijo Robinson entretanto comenzaba con su reproducción.

    Me quedé con la boca abierta, literalmente. En ese momento pasé a ser yo el no creyente, lo que estaba mirando no era posible. Había visto el crimen en los noticieros, una detonación en la entrada de un supermercado de mi pueblo, producida por algo que aún no se había determinado y que tuvo como resultado la muerte de dos personas. Las imágenes que me mostraba el detective eran de una cámara de seguridad del supermercado, la cual no enfocaba directamente el lugar donde se produjo la detonación, pero sí unos metros al costado. Se veía en forma clara cómo, unos segundos luego de la explosión, la figura de un hombre salía de la nube de polvo. Y eso era lo sorprendente, lo que me había dejado sin palabras, ese hombre yo lo conocía muy bien, lo veía todos los días antes de ir a trabajar, en el espejo del baño. No sabía cómo era posible que yo apareciese en esas imágenes, si me encontraba en un lugar absolutamente distinto a la misma hora, en la sala de estar de mi casa descansando luego de un arduo día en la carpintería.

    DECAPITADOR


    Mi perro, al que cariñosamente llamé Decapitador, aludiendo con ironía a su incapacidad de cortar cabezas debido a su diminuto tamaño (no era más largo que mi antebrazo), me despertaba moviendo su cola con una alegría descomunal, una que un ser humano nunca poseería, y soltaba su juguete preferido sobre mi pecho, esperando que lo arrojara lejos para ir a recogerlo. A veces me molestaba un poco, ya que su ímpetu no parecía normal, pero lo amaba.

    Yo también tenía una incapacidad: la de salir a la calle. La misma era producto de mi agorafobia, algo de lo que no me sentía orgulloso, pero con la que había aprendido a convivir en forma diaria. Y en eso, Decapitador tenía mucha responsabilidad. Yo sé que no era algo común y corriente que mi perro me hiciera las compras, me trajera los cigarrillos ni que cada tanto me regalara un libro, pero él no era normal, y gracias a su ayuda yo sobrevivía y no moría de hambre, ni de ansiedad, ni de aburrimiento.